Vampiros de verdad: 'Drácula, príncipe de las tinieblas' de Terence Fisher

Vampiros de verdad: 'Drácula, príncipe de las tinieblas' de Terence Fisher
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Tras ocho años de negativas por parte de Christopher Lee a volver a interpretar al conde Drácula, por fin se decidió a hacerlo para el deleite y disfrute de los aficionado al fantástico y el terror de la mano de uno de los personajes cinematográficos más fascinantes que han existido. También ha sido uno de los más sobados, tanto que a día de hoy hay más películas que manchan su nombre que al contrario. Pero ya hablaremos de las pobres, e incluso ridículas, muestras en las que el nombre del maligno ha sido tomado en vano —¿queréis o no queréis ese especial sobre la Hammer Film, mis pequeños acólitos?—, ahora toca de nuevo hablar de Lee en todo su esplendor y cómo no, del maestro Terence Fisher, director muchas veces menospreciado pero firmante de joyas imprescindibles como la presente ‘Drácula, príncipe de las tinieblas’ (‘Dracula, Prince of Darkness’, 1966).

Forma parte esta película de una especie de trilogía dedicada al vampirismo por parte de Fisher, quien también se dedicaría con la misma pasión e idénticos resultados a la figura de Frankenstein. ‘Drácula’ (‘Horror of Dracula’, 1958) es la primera de ellas, seguida de ‘Las novias de Drácula’ (‘The Brides of Dracula’, 1960) que funciona a modo de interludio con Van Helsing acabando con los seguidores del conde, culminando en la que nos ocupa para después ceder el testigo a otros realizadores que salvo Freddie Francis ya no estuvieron tan inspirados.

‘Drácula, príncipe de las tinieblas’ da comienzo con un breve resumen del film anterior, concretamente las escenas finales en las que Van Helsing —extraordinario Peter Cushing, que aquí no hace acto de presencia— termina con el conde reduciéndolo a cenizas. Hay que anotar que Terence Fisher cambia de formato en esta continuación, utilizando el scope (2:35), muy pocas veces utilizado en la factoría Hammer. Como el film previo fue filmado en panorámico (1:66), Fisher recurre a la estimulante idea de envolver dichas imágenes con un niebla, acentuando así el carácter fantástico del relato. James Bernard nos envuelve con su exquisita banda sonora y Fisher establece un juego con el espectador los primeros 45 minutos del relato, justo hasta la aparición de Drácula.

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Ocho años esperando que Christopher Lee volviese a enfundarse la capa, los colmillos y las lentillas rojas son muchos años, y Fisher le saca un enorme provecho a la larga espera aplicándolo en el film, retrasando la aparición de la figura estelar del relato durante poco más de la mitad del metraje. En un film cuya duración ronda los 90 minutos el conde del título aparece unos diez minutos solamente. En los primeros tres cuartos de hora se desarrolla un ejercicio de suspense único, creando una tensión asfixiante mientras cuatro personajes, dos parejas, de viaje en Europa encuentran el castillo de Drácula por accidente —eso creen ellos— y allí deciden descansar.

Con un uso muy elegante del scope, y sobre todo de los silencios Fisher culmina dicho tramo del film con la escena más memorable de la película, aquella en la que el conde Drácula resucita avivado por la sangre de uno de los personajes a quien su entregado criado Klove —Philip Latham con cierto parecido a Boris Karloff, en lo que sería una operación de homenaje hacia los famosos títulos de terror de la Universal— ha asesinado para beneficio del mal. La escena en sí es de una brutalidad inusitada, y Fisher se encarga de burlar la censura de aquellos años de forma muy inteligente; de la misma forma evita los cortes en la secuencia en la que Drácula se abre la camisa para que una hipnotizada Diana beba sangre del pecho del conde. La interrupción de ese instante por parte de Charles (Francis Matthews) permite a Fisher cortar ahí y no tener problemas con la censura, pero la escena ya tiene un alto contenido erótico imposible de olvidar.

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Sangre y sexo, los dos elementos con los que la Hammer jugó durante la mayor parte de su existencia y que sentaron las bases del terror moderno. A la escenas comentada hay que sumar la evolución del personaje de Helen, al que da vida Barbara Shelley, una de las musas del terror por excelencia. Helen cae mal desde el principio, es recatada, demasiado educada, puritana y protesta por prácticamente todo. En el castillo mientras una amenaza invisible se cierne sobre los personajes, Helen empieza a desmelenarse y exhibir alguno de los escotes más recordados de la Hammer. Tras su conversión al vampirismo, cosa que Fisher realiza fuera de campo, Helen se vuelve sensual, muy atractiva y deseable. Más tarde en la famosa secuencia de su ejecución, planteada como si se tratase de una violación múltiple, el rostro de Helen alcanza una serenidad que no hemos visto en sus dos estados anteriores.

Uno de los aciertos de ‘Drácula, príncipe de las tinieblas’ es la de presentar al malvado conde como un animal hambriento y deseoso de sangre humana, prácticamente desbocado. Cuenta la leyenda que Christopher Lee estaba bastante descontento con las frases de su personaje, así que Fisher fue quitándolas poco a poco hasta conseguir el terrorífico efecto. Jimmy Sangster, firmante de dichas frases, no estuvo de acuerdo con la idea y solicitó que su nombre fuese retirado de los títulos de crédito. Pasados más de 40 años es fácil comprobar que Sangster se equivocaba por completo y Fisher acertaba de lleno. Nunca veremos otro Drácula más furioso y salvaje como el de esta película. Su imponente presencia y sus gruñidos atemorizan por sí solos.

Christopher Lee y Terence Fisher son las estrellas absolutas de la función, con perdón de la morbosa Barbara Shelley. Juntos enriquecen un viaje hacia la misma esencia del mal apoyados en la elegancia de la cámara del director —atención a los barridos en determinadas escenas— y a algo que a día de hoy parece haberse perdido: la utilización del silencio absoluto como elemento de terror, algo que alcanza su máximo exponente en el primer tercio del relato cuando un castillo aparentemente vacío es filmado en su interior por un Fisher al que le bastan sencillos planos de pasillos y puertas para crear inquietud. La misma que se produce en el original desenlace cuando el rostro de Drácula parece mirarnos bajo las aguas heladas de su castillo.

El mal volverá a renacer.

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