Críticas a la carta | 'La noche del cazador'

Críticas a la carta | 'La noche del cazador'
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El mundo del cine se asocia con los sueños, pero también puede ser ingrato, duro, injusto, como en otras ramas, el artista puede ver frustradas sus ideas, hasta que el tiempo lo pone en su lugar (como suele decirse). Si bien esto no le sirve de ningún consuelo al autor, pues lo único que conoce es la incomprensión y el rechazo. Hoy en día resulta de lo más natural, y sensato, calificar ‘La noche del cazador’ (‘Night of the Hunter’, 1955) como una de las mejores películas de toda la historia; sin embargo, hace menos de cincuenta años, ni el público ni la crítica la encontró digna de elogio, resultando un sonoro fracaso. Tanto le dolió el golpe a Charles Laughton que decidió no volver a dirigir nunca más, abandonando el que habría sido su segundo trabajo tras las cámaras, una adaptación de ‘Los desnudos y los muertos’ (‘The Naked and the Death’) de Norman Mailer.

Fue el amargo final de una breve historia que muchos califican de milagrosa, de caso único, Laughton sólo realizó una película durante sus más de treinta años de carrera en el cine, y el resultado fue una obra maestra. No obstante, no sería del todo correcto mantener que era un actor que, por una vez, optaba por quedarse tras las cámaras para probar suerte en otra faceta. Conviene tener en cuenta que el inglés (desde 1950, ciudadano estadounidense) siempre fue un apasionado del teatro y que ya había dirigido, con éxito, algunas obras antes de decidir trasladar a la gran pantalla la novela de David Grubb. Aunque se habló de un rodaje complicado (así lo mantenía la viuda de Laughton, si bien ella nunca estuvo en el set), no hay rastro alguno de problemáticas tensiones en el film, todo funciona de maravilla; los actores, entre los que destacan dos niños, están sensacionales, y Robert Mitchum declararía más tarde que ésta era su película favorita. Lo cierto es que es un relato inolvidable, deja huella en el corazón.

Un mundo de pesadilla

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No es que te importen los asesinatos, tu libro está lleno de ellos. Pero hay cosas que odias, Señor. Las cosas que huelen a perfume, cosas con ropa de encaje, cosas con el pelo rizado…

(Reverendo Harry Powell)

Sin duda, el reverendo Harry Powell es uno de los personajes más asombrosos que nos ha regalado el séptimo arte. Encarnado con absoluta naturalidad por Robert Mitchum, un actor de imponente físico y profunda voz, Powell es un villano memorable, un terrible monstruo (como se le retrata en algunas escenas, por ejemplo cuando persigue a los niños a través del pantano) que ataca de noche, pues parece que no necesita dormir, y cuyos crímenes considera totalmente justificados, pues mantiene que se comunica con Dios y que entre ambos hay un sincero entendimiento. La monumental interpretación de Mitchum se engrandece por la planificación de Laughton, el guión de James Agee (al parecer muy recortado por el director), el acompañamiento musical de Walter Schumann y la fotografía de Stanley Cortez, que llega a componer imágenes muy poderosas (recordando al expresionismo alemán).

Este falso predicador, auténtico lobo de cuento infantil, aparece en escena conduciendo alegremente tras matar a su última víctima, una mujer de la que sólo vemos sus piernas, dispuestas de forma antinatural en las escaleras de un sótano (Laughton no muestra ningún asesinato). Tras confesarse en voz alta con una sonrisa en la boca, Powell asiste a un sórdido espectáculo de variedades; y es uno más entre el público, masculino y sombrío (de nuevo destaca la labor de Cortez) que mira con atención a la joven con poca ropa que baila en el escenario. El reverendo odia a las mujeres, así lo dice con convicción, y las ataca, las menosprecia, las utiliza y las asesina, sin sentir remordimiento. En realidad, como queda demostrado en esa escena de la bailarina, por más que se resista no puede evitar la atracción que siente por el cuerpo femenino, y es muy simbólico que esconda su mano izquierda (en la que ha escrito “odio”) para empuñar su navaja, que se abre de forma inmediata, cortando la ropa. Más adelante volverá a ocurrir algo parecido cuando una adolescente trata de seducirle.

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Os oigo susurrar, niños, sé que estáis ahí abajo. Puedo sentir cómo me enfado terriblemente. Se me acabó la paciencia, niños. Voy a por vosotros ahora…

(Powell)

Los corderos de esta historia no son sólo las mujeres, que caen por una razón u otra en manos del peligroso impostor (Willa, a quien da vida Shelley Winters, se somete a él por la presión social, pero no se deja de sugerir el poder seductor de Powell), por encima de todo se llama la atención sobre los niños. En un momento del film, Rachel Cooper (Lillian Gish), también católica aunque representa todo lo contrario a Powell, un ángel protector, ve a una chica abrazarse a su novio y no puede evitar soltar con resignación un pensamiento realmente contundente: “Las mujeres son tontas. Todas. Mírala, perderá la cabeza por una boca traicionera“. Cooper no ayuda a las muchachas, disculpa (e incluso anima con un regalo) a la adolescente que tiene a su cargo, cuando ésta confiesa que ha estado saliendo con chicos; su mayor preocupación, la del relato y la del público, son los pequeños críos indefensos, abandonados a su suerte en un mundo cruel, despiadado, donde los adultos engañan, roban, matan y malviven infelices, a menudo por una simple bolsa de dinero (los diez mil dólares del botín parecen malditos, y pesan como una losa en la conciencia de quienes conocen su existencia).

El retrato que se hace del ser humano, inmerso en una devastadora depresión económica, en ‘La noche del cazador’ es realmente demoledor, no se deja títere con cabeza. A excepción de la señorita Cooper (que no tiene pareja), la única que parece entender más allá de las apariencias (ve enseguida que esos dientes largos son los de un lobo) y que está dispuesta a ayudar de verdad, todos los demás personajes adultos son débiles, irresponsables, miserables y codiciosos, cuando no asesinos. Tampoco se salvan los niños, hay maldad cuando unos chavales cantan sobre la horca e incluso dibujan a un hombre ajusticiado, justo tras la muerte de Ben Harper (Peter Graves), pero se ve realista, esas cosas pasan, sin embargo no son graves, pues se hacen sin conciencia, sin saber realmente lo que se está haciendo. Podría decirse que es una maldad innata, que empieza a florecer y que debería ser cortada. De ahí la importancia del cuidado de la vieja señorita Cooper, aportando el cariño y la educación que necesitan los pequeños para poder sobrevivir y crecer fuertes y bondadosos (que no idiotas).

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En medio de esta negrura, de esta verdadera pesadilla que se vive despierto, emerge un chico, al que se llega a comparar con Moisés. Se trata del hijo de los Harper, John (Billy Chapin), que debe madurar antes de tiempo. Tras realizar dos juramentos (con la policía a punto de arrestar a su padre), se hace cargo de su hermana menor, Pearl (Sally Jane Bruce), y trata por todos los medios de ayudar a su madre, que sin embargo se entrega y se rinde con facilidad. John no posee ningún rastro de maldad, también es capaz de atravesar el disfraz del lobo, y su único deseo es proteger a Pearl; su pureza, intacta a pesar de todo lo visto y vivido, queda de manifiesto al final de la película, cuando se enfrenta abiertamente a su pasado, sus raíces, y rompe voluntariamente una de las promesas que hizo. Es un cierre extraordinario para un film irrepetible, de una belleza apabullante (como podéis comprobar en las imágenes que acompañan este texto), capaz de moverse por los terrenos del drama, el thriller, el cine negro, el terror y la comedia, sin patinar en ninguno de ellos. Puede que, a fin de cuentas, sí que sea un milagro.

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