'600 millas', armas

'600 millas', armas

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'600 millas', armas

El thriller fronterizo se está poniendo de moda. O lleva de moda desde que Steven Soderbergh hizo aquel film coral que le reportó un Oscar. Films como ‘Sicario’ (íd., Dennis Villeneuve, 2015) o series como ‘Narcos’ (íd., 2015- ), por poner dos ejemplos, están ambientadas en ese mundo fronterizo que muchas veces se ha utilizado de forma metafórica. Gabriel Ripstein, hijo de Arturo Ripstein, estrenó este año —tras pasar durante el 2015 por diversos festivales— ‘600 millas’, una ópera prima a la que no se le ha prestado la suficiente atención.

Ripstein construye en menos de hora y media una película que pone sobre las mesas diversos temas de índole moral, cuestionando continuamente las mal llamadas leyes. El tráfico de armas enfrentado a un mal mayor: la facilidad con la que éstas se consiguen en los Estados Unidos, donde un chaval de 18 años puede comprar un arma con total normalidad, pero si quiere comprar tabaco se encuentra con que le piden el carnet de identidad.

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De hecho, en ‘600 millas’ hay un secuencia así exactamente. Uno de los protagonistas jóvenes de la primera media hora del film —aquella en la que Ripstein presenta a los personajes, y quizá es demasiado larga— entra en una tienda de armas —escenario que Ripstein se encarga de filmar con toda la naturalidad del mundo—, la recorre a fondo y compra munición. Justo después pide tabaco y le reclaman el DNI. El acierto de Ripstein está en filmar dichas secuencias con un realismo terrorífico.

Mundos enfrentados, mundos que se necesitan

Es ‘600 millas’ un film en el que abundan las armas. Están presentes en la vida de los personajes, no como algo excepcional, o espectacular, sino como algo cotidiano. Una cotidianeidad que acrecienta su terror tras ese viaje del título. De la presentación de personajes se pasa a una road movie en la que los personajes, encarnados por Tim Roth —mucho mejor que en otras ocasiones— y Krystyan Ferrer —la sorpresa interpretativa de la película—, se van conociendo. En esa parte el guión ofrece la cara B de los lugares comunes.

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El estallido de violencia final, sorprendente y filmado con una cámara que nunca deja de ser cercana, funciona no sólo a modo de catarsis —hasta cierto punto lógica—, sino que sigue poniendo el acento sobre el elemento cotidiano. El modus operandi del personaje de Roth refleja otra terrible realidad, la de hacer lo que sea para sobrevivir en ese mundo fronterizo, incluso utilizando la conexión emocional. Dos mundos enfrentados separados por algo más que una línea en la tierra.

El film también pone sobre la mesa cuestiones como la juventud y la experiencia, la identidad, la conciencia, o la familia. Todas ellas quedan enterradas al mostrar la crueldad de un mundo que no espera por nadie ni hace favores. El anticlimático final termina de redondear la operación, no haciendo ni una sola concesión al espectador. Ni siquiera hay música, sólo una terrible normalidad, que completa el dibujo del personaje de Roth, hasta ese momento con cierta aureola de misterio. Otro día más de trabajo en la vida del agente Hank Harris.

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