'La noche devora el mundo': una parábola post-apocalíptica a ratos brillante, pero algo encorsetada

'La noche devora el mundo': una parábola post-apocalíptica a ratos brillante, pero algo encorsetada

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'La noche devora el mundo': una parábola post-apocalíptica a ratos brillante, pero algo encorsetada

Hay pocos, poquísimos diálogos en 'La noche devora el mundo', ya que su protagonista, Sam (Anders Danielsen Lie -'Oslo, 31 de agosto', 'Personal Shopper'-) pasa sin compañía la mayor parte del metraje: está encerrado en un bloque de pisos tras un apocalipsis de origen desconocido que deja las calles de París plagadas de zombis (o infectados, ya que aquí los monstruos tienen rasgos de ambos subgrupos), tan idiotas como letales.

De forma casi casual consigue retener a una de estas criaturas en un ascensor atascado (el gran hallazgo de la película, el siempre extraordinario Denis Lavant, a quien recordamos de 'Holy Motors' y otras películas de Leos Carax) y entabla charlas sin respuesta con la criatura. En una de estas diatribas le espeta "La muerte es la normalidad ahora. Soy yo quien no es normal".

Es inevitable recordar en ese punto de la conversación el momento más bajo, por su escasa sutilidad, del cómic 'The Walking Dead' (que tuvo su correspondiente translación a la serie en la quinta temporada): cuando Rick brama, después de una treintena de números, "Nosotros somos los muertos". Como si no estuviera bastante claro, Rick, que prácticamente cualquier ficción de zombis en realidad habla de nosotros: de la organización de la sociedad en estratos en 'El día de los muertos', de nuestros vicios consumistas en 'Zombi' o de cómo la violencia empapa nuestras vidas en '28 días después'.

Un poco en esa línea de metáfora de brocha gorda anda 'La noche devora el mundo', que comparte con 'The Walking Dead' su pretensión de contar una historia humana con zombis (muy) al fondo. También bebe del clásico de Richard Matheson 'Soy leyenda' y sus adaptaciones, así como de de obras post-apocalípticas derivadas (de la reciente '¿Estamos solos?' a la serie 'El último hombre en la Tierra'), en su retrato de la rutina en mundo desolado. En este caso, y para resistir el asedio, nuestro protagonista pasa de organizar alimentos o improvisar orquestas de juguete a hacer running por los pasillos del edificio.

'La noche devora el mundo': la importancia del humano

Es decir, que la película del debutante Dominique Rocher (basándose en una novela de Pit Agarmen) comparte esta esencia metafórica de casi todo el cine zombi, reflexionando aquí sobre la soledad y sus consecuencias. Con tintes casi kafkianos en su retrato de la banalidad cotidiana, vamos viendo cómo Sam va dejando pasar los días sin prácticamente hacer nada reseñable. Rocher ni siquiera se permite ponerlo a ver la televisión o escuchar la radio en busca de respuestas para lo que ha sucedido: Sam asimila desde muy pronto la nueva situación y se deja llevar por la molicie más absoluta, en un tramo de película que, pese a lo que pueda parecer, resulta más intrigante que monótono.

El problema es que, según va avanzando el casi minimalista argumento (solo interrumpido por alguna sorpresa como la aparición de otra humana), queda a la vista hasta qué punto el personaje de Sam no tiene motivaciones. Se queda en el edificio porque decide quedarse, pero no tiene demasiados intereses, nada que le ate allí, no se emplea el aislamiento y los detalles cotidianos de supervivencia -como hacen películas del subgénero post-apocalíptico de lo más variado, desde 'La noche del cometa' a 'Un lugar tranquilo- para definir una personalidad. Y esto impide al espectador empatizar con su actitud ante lo que para cualquier persona normal sería una tragedia.

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Es posible que esta especie de lienzo en blanco que es la personalidad de Sam sea parte consciente de la propuesta de Rocher, que quiere simbolizar hasta qué punto en una situación como ésta se frivoliza la tragedia y nos convertimos en una especie de espectros sin motivación. Es posible, pero lo que le llega al espectador es cierta desidia de concepto, pese a que abundan los momentos brillantes en la puesta en escena: la fotografía de Jordane Chouzenoux le da cierto tono espectral a los interiores y un aspecto frío y desolado a ese París desierto. Abundan las soluciones de montaje modestas pero muy efectivas y la parte relacionada con la inesperada visitante de Sam (Golshifteh Farahani) es estupenda.

El ritmo apacible, casi sedentario de la película y sus abundantes hallazgos visuales justifican una producción que no está llamada a revolucionar el cine post-apocalíptico, pero que pone su grano de arena gracias a las estupendas interpretaciones y su firme decisión de no mostrar más de lo necesario a los zombis (una horda silenciosa construida, por cierto, con extraordinarios efectos de maquillaje). Para adictos a la variante infecciosa del fin del mundo que, no obstante, deberán seguir buscando dosis para calmar la adicción.

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