‘Valerian y la ciudad de los mil planetas’, cuando el envoltorio es precioso pero el regalo ya lo tenías

‘Valerian y la ciudad de los mil planetas’, cuando el envoltorio es precioso pero el regalo ya lo tenías

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‘Valerian y la ciudad de los mil planetas’, cuando el envoltorio es precioso pero el regalo ya lo tenías

Afrontar la adaptación de uno de los cómics europeos más prestigiosos impone respeto. Pero para Luc Besson la faena es sencilla porque para él, como lo ha manifestado en varias ocasiones, es el sueño casi de una vida. Lamentablemente, adaptar un tebeo del viejo continente ya no tiene esa aura de glamour sino más bien de malditismo. La obra de Jean-Claude Mézières puede ser la culpable de gran parte de la ciencia ficción moderna, pero permanece bastante oculta para el gran público.

Es conocida la influencia que tuvieron las viñetas de ‘Valerian y Laureline’ en la saga ‘Star Wars’ y la space opera contemporánea y, sin ir más lejos, parece que el mismo Han Solo se inspirara en ‘Valerian’. Todo esto no quiere decir que esta nueva incursión fuera del todo necesaria. Puede parecer una obra de justicia, pero si somos francos, Besson no ofrece nada nuevo, ni logra mejora alguna sobre lo que ya hizo en la fantástica ‘El quinto elemento’ (Le cinquième élément, 1997).

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Un euro-tebeo espacial, tan valiente y provocador como complaciente

Si, esta es una adaptación de algo más concreto, pero la inmersión en su mundo resulta bastante familiar desde el principio. Y no, no me interpreten mal, eso es algo bueno. De hecho, hace veinte años exactos teníamos a los inspiradores de todo esto, Jean Giraud y Jean-Claude Mézières trabajando codo con codo con el francés en los diseños de producción y el arte. El resultado era puro Metal Hurlant, cool destilado y forma sobre fondo. Lo bueno, y lo malo, de esto es que ‘Valerian y la ciudad de los mil planetas’ es prima hermana de aquella.

Bueno porque devuelve esa locura sofisticada y nada americana al subgénero que casi se había evaporado durante el cambio de siglo. Lo malo es que, en bastantes aspectos, parece que se ha quedado demasiado anclada en lo que molaba en los noventa y no acaba de ser consciente de que ver a ese Ethan Hawke macarrilla de cantina espacial es tan impactante ahora como chocar los cinco a tu colega como en ‘El príncipe de Bel-Air’.

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Lo mejor de ‘Valerian’ es su doble prólogo. Primero, un delicioso montaje musical con ‘Space Oddity’ de David Bowie con el que el director sabe que no puede fallar. La historia de cómo una estación espacial se convierte en un avispero interplanetario, un arca de Noé galáctico con todo tipo de mundos y especies en su interior, es una pieza por sí misma, casi un corto que enlaza con otra maravilla casi sin diálogos que dibuja la idílica vida del planeta perla, una sensorial muestra de arte secuencial y exuberante cine fantástico.

Orgía lisérgica con coitus interruptus

Durante la primera mitad, el brillante encadenado previo consigue mantener nuestro interés. El casting es extraño, sexy y diferente. A pesar de que las críticas pueden centrarse en ellos, su relación es sutil, y sus personajes tienen sentido como pareja de aventuras. Hay un toque de excentricidad en cada uno de sus movimientos, todo es atrevido y por momentos, Besson nos hace creer que realmente se ha lanzado al vacío para crear un espectáculo radical, un blockbuster que se toma a Jorodowsky más en serio de lo que parece.

Entre unas set pieces más memorables que otras, el metraje va lastrando una falta de dirección perfilada que da la impresión de que todo es una amalgama de sketches sueltos. Hay grandes momentos como el baile de Rihanna, la persecución de cierta criatura o el momento de “la cena” de cierta raza extraterrestre, pero su tercer acto, con un villano ordinario (Clive Owen cumpliendo sin más), se revela impostado, fláccido y anticlimático. Todo lo que hemos visto es un envoltorio, un juguete estrafalario que ocultaba algo mucho más convencional de lo que quiere hacernos creer.

Es más, hay momentos que incluso parece que se haya querido llegar a un público infantil, creando un efecto esquizofrénico en el que el tono entre psicodelia y Prêt-à-porter es más un capricho que un convencimiento. El baño de colores y el diseño consigue un efecto embriagante, pero no basta con recuperar la dimensión artie de Caza, Druillet o Moebius. Eso lo teníamos asimilado en la mucho más rotunda ‘El quinto elemento’. Podría haber sido su pieza de culto gemela, pero le falta la definición y el cierre desatado que nos prometen sus preliminares.

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