Cate Blanchett, la actriz sin límites

En el duro, y muchas veces incomprendido o rodeado de lugares comunes y leyendas urbanas, oficio del actor, creo que hay dos virtudes máximas, dentro de otras muchas virtudes deseables en un intérprete, que convierten, al que las posee, en un virtuoso: la capacidad de vivir el momento (esto es, de jugar a las reglas del juego del director, sin cuestionarlas, con total entrega, deshaciéndose de todo prejuicio o norma preconcebida) y la convicción a la hora de transformarse. De hecho, la transformación, externa o interna, es lo que se le pide a un actor.

Transformaciones externas las vemos en muchos papeles, y aunque requieren una refinada técnica, muchas veces dan lugar a una máscara teatral que no contribuye a revelar la verdad animica del personaje, que es el núcleo de un relato. Transformaciones internas no las vemos a menudo, pero sí las sentimos, y requieren de mayor refinamiento y perfección todavía. Son esos cambios (no graduales muchas veces, quizá contradictorios) casi imperceptibles que, ni más ni menos, hacen que nos creamos la historia, que nos involucremos en ella, o que no nos creamos nada, sin saber por qué. Cate Blanchett es una de las pocas actrices que domina ambas transformaciones con apabullante convicción, y que vive el momento anímico de su personaje quizá como ninguna.

Muchos tuvimos la primera noticia de su existencia cuando en 1998 se estrenó en todo el mundo el sólido drama histórico ‘Elizabeth’, en el que una impresionante muchacha rubia de veintinueve años interpretaba con la perfección y el rigor de una intérprete de, por lo menos, dos décadas más de experiencia, el duro papel de la Reina Virgen o Isabel I de Inglaterra. Toda la película giraba en torno al portentoso rostro y energía de esta intérprete, que saltó a un estrellato que estaba anunciado desde que debutara en el cine dos años antes.

Una vida dedicada a la interpretación

Hija de Robert y June Blanchett, Cate comenzó a despuntar en teatro a los veintipocos años, después de sus estudios de arte dramático en Sydney. Y tardó muy poco tiempo en saltar al cine y codearse en escena con actores de la talla de Glenn Close, Frances O’Connor, Frances McDormand, Ralph Fiennes o Tom Wilkinson. Cierto que en películas de escasa envergadura, pero a nadie pasó desapercibido su talento. Con 29 años fue justamente nominada al Oscar a mejor actriz, y a partir de ahí no ha dejado de crecer como profesional, y de ganarse un prestigio solidísimo en la industria.

La variedad de papeles y registros que ha interpretado desde entonces es literalmente asombrosa. Parece no tener límites. Poco importa que haya participado en varias películas bastante poco interesantes, o que apenas haya tenido éxitos de taquilla (si exceptuamos, claro está, la trilogía de Peter Jackson…), su belleza y su elegancia, su humildad y su buen hacer, resultan desarmantes para cualquier crítico que quiera buscarle las cosquillas, o para cualquier espectador maniático. Todos la amamos.

Y aunque parece que interpreta sin dificultad, como si respirase, lo cierto es que todos sus papeles los tiene trabajadísimos. Ya lo decía Tarkovski, el genio es 1 % de talento y 99 % de trabajo duro. Blanchett no parece dormirse en los laureles, y a su elfa de ‘El señor de los anillos’ (realmente, uno de sus papeles menos destacados), supo responder con la valentía de ‘Veronica Guerin’ o la suicida resurrección de Katherine Hepburn en ‘El aviador’. De hecho, muchos decíamos que era la Hepburn de nuestra época, y lo borda con una facilidad que hay que verlo para creerlo. No sólo capta el espíritu de la Hepburn, sino que añade, con una osadía y una irreverencia admirables, gestos y detalles propios que enriquecen todavía más nuestra memoria de aquella portentosa actriz.

El Oscar a mejor actriz secundaria fue merecidísimo. Pero, en otro alarde de humildad, no comenzó a buscarse facilidades (algo que han hecho tantas actrices de fama), sino que por ejemplo aceptó el ingrato y dificilísimo papel (porque se corría el riesgo de la exageración melodramática) de ‘Babel’, en la que aparece poco, y cuando lo hace apenas está consciente. Pero es un trabajo de los que no se olvidan. El estilo, o la técnica de Blanchett, consiste en no interpretar. Así de sencillo. En vivir de un modo tan absoluto y tan concentrado la verdad de su personaje, sin tics ni manierismos de actor, que en ningún momento da la impresión de una falsedad o una ficción, sino de una veracidad absoluta.

Y ya, en un triple salto mortal, encadenó los papeles de ‘I’m not there’, de ‘Elizabeth: La edad de oro’, y ‘Indiana Jones y la calavera de cristal’. En el primero, interpretaba nada menos que a Bob Dylan, en una película coral, donde Heath Ledger, Christian Bale, Richard Gere y otros actores también daban vida a ese personaje/estrella del folk. No hay el menor fingimiento: ella es Bob Dylan. Con desvergüenza, gusto por el juego, naturalidad y desparpajo, perfecto dominio de sus herramientas de oficio. Blanchett nos dejó los ojos como platos.

En la segunda parte de su ‘Elizabeth’, un relato muy inferior al primero, mantuvo el tipo de volver a encarnar a un personaje, y no repetirse, si no seguir enriqueciéndolo. Y en ‘Indiana Jones’ sorprendió por cambiar completamente de registro y ser capaz de erigirse en una villana inolvidable y abyecta, con un punto de humanidad perdido. Un triple riesgo que se saldó con victoria total, y desde el que se ha tomado un par de años de descanso, hasta que anunció que sería la nueva Marian para la enésima adaptación de ‘Robin Hood’, dirigido por un cineasta capaz de lo mejor y de lo peor, y que veremos en pocas semanas. Ni siquiera Scott puede estropear la belleza de esta portentosa actriz.

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