Gabriel Byrne, el alma puesta a secar

Hace casi treinta años que Gabriel James Byrne (cuyo nombre en gaélico es Gabriel Séamas Ó Broin) participa en películas como actor, aunque no creo que haya muchos lectores que le conozcan. De hecho, dudo mucho que 50 de los lectores de blogdecine, de entre todos los que nos leen, se interesen por su carrera o le sigan con devoción. En realidad, es lo natural. Jamás ha participado en eso que se llama (anglicismo execrable) “blockbuster”, y nunca ha recibido algún importante premio cinematográfico. Pese a ello, es un actor esencial del cine y la televisión de las últimas décadas.

Byrne será reconocido por la mayoría por su sublime papel en ‘Miller’s Crossing’ (no me hagan escribir su penoso título en castellano, por favor) o, quizá, por su estupendo trabajo en la famosa ‘Sospechosos habituales’, y por muy pocas cosas más, porque su carrera en cine, ha sido, a falta de otra palabra mejor, altamente irregular, o incluso decepcionante. Pero pocos actores en la historia del cine han sido tan capaces como él de dar vida a hombres con el alma puesta eternamente a secar.

Byrne, nacido hace sesenta años en un pueblecito llamado Crumlin, hijo de una tonelera y de un soldado, pasó cinco años de su vida en un seminario para ser sacerdote, hasta que se dio cuenta de que no poseía la menor vocación. Durante varios años trabajó como arqueólogo, cocinero y profesor de español en su pueblo natal. A los 29 años, por fin, se convirtió en actor profesional, y comenzó una extraordinaria carrera teatral que le llevó a ser uno de los actores más prominentes de su país. En 1981, debutó en el cine nada menos que con ‘Excalibur’, donde interpretaba a Uther Pendragon. Pero aún tardaría varios años en recalar en Estados Unidos y quedarse a vivir allí. Actualmente reside en Brooklyn y es un ferviente y apasionado activista de derechos humanos.

Nada de todo esto sirve para acercarnos al origen y al misterio del talento de un actor superdotado que en muy pocos papeles, pero muy importantes, ha dado muestras der ser un coloso de su oficio. Productor ejecutivo de la eufórica y emocionante ‘En el nombre del padre’, ex-marido de Ellen Barkin, creador de la primera serie enteramente hablada en gaélico que ha existido en televisión (‘Draiocht’), hombre de variados y destacados talentos, y de rostro de ojos pequeños y oscuros, nariz aguileña, constitución engañosamente frágil.

Los Coen escribieron, expresamente para él, el fascinante y complejo papel de Tom Reagan, alias Bighead (en teoría fue este alias la primera opción como título del proyecto), auténtico motor de toda la trama y corazón de la película con la que ambos hermanos cineastas (que ahora han bajado considerablemente el listón) se consolidaron internacionalmente. Reagan es, quizá, su antihéroe más cínico, solitario, oscuro e inteligente. Irlandés silencioso, alcohólico irredento, fumador infatigable, jugador compulsivo, manipulador casi mefistofélico, Reagan primero engaña a su mejor amigo, Leo, acostándose repetidas con su amante, la morbosa Verna, para luego hacerse pasar por un traidor (a cuenta propia…) y arreglárselas para convencer a los enemigos de Leo de que se maten entre ellos.

Semejante papel sería un Himalaya para el noventa y nueve por ciento de los actores, que se acercarían al trabajo sin duda espoleados pero temerosos. Byrne lo interpreta como si respirase, sin la menor sensación de esfuerzo externo, a pesar de su extrema dificultad. Compuso un rostro casi impertérrito, que sufría golpes, amenazas y peligros de toda clase, pero que jamás se descomponía. El milagro es que bajo ese estoicismo impenetrable, se perciben cargas de profundidad emocionales, como cuando pregunta: “¿Y qué es lo que quiero?”, a lo que Verna responde: “A mí”. Ante el asomo de una derrota emocional, de un atisbo de humanidad, Byrne baja la mirada y se refugia en su soledad.

La tremenda complejidad de interpretar personajes que no dejan ver sus sentimientos, y que precisamente por ello esos sentimientos se dejan ver en el reverso de las imágenes, está al alcance de un Daniel Day-Lewis, un Anthony Hopkins, un Ed Harris y pocos colosos más. Entre ellos, Byrne, que en ‘Sospechosos habituales’, la interesante película de Singer, aunque en un registro inferior a ‘Miller’s Crossing’ (pues el papel es mucho menos rico) repite, como ha repetido en muchos papeles secundarios de películas olvidables, esa búsqueda del rostro impenetrable, traicionado por el poder de la cámara de mostrar lo que no es obvio en las imágenes.

Y ahora, en su madurez, triunfa con la que, al menos para quien esto suscribe, es la serie de televisión más importante de la actualidad, ‘En terapia’, con la que lleva a su máxima expresión esa figura cínica atormentada, pues da vida a un compasivo terapeuta que ha de esconder una y otra vez sus sentimientos por sus pacientes, ya que es la mejor manera de ayudarles. Es la cima de la labor interpretativa de este gran hombre de cine, la que le ha dado más premios y le ha llevado, definitivamente, a ser conocido para un público más amplio.

Y es que la profesión de actor es la del corredor de fondo. Todo lo bueno se hace esperar.

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