'Ponyo en el acantilado', la imaginación al poder

Cuando el hijo de Hayao Miyazaki se puso a dirigir ‘Cuentos de Terramar’, hubo una serie de importantes discrepancias entre el padre (uno de los mayores genios de la animación mundial) y el hijo, hasta el punto de que se hicieron públicas no ocultando ambos su enfrentamiento. ‘Ponyo en el acantilado’ no sólo supone el regreso a la dirección de largometrajes por parte de Hayao Miyazaki (tras la magistral ‘El viaje de Chihiro’ se anunció a bombo y platillo que su director se retiraba); es además una película con bastantes datos autobiográficos que repasan la relación del realizador con su hijo. También supone uno de los films más sencillos de su autor, en el que la capacidad de síntesis brilla con gran intensidad.

‘Ponyo en el acantilado’ supone toda una apuesta a contracorriente dentro del actual panorama de la animación. Acostumbrados como estamos a que la 3D invada nuestras salas, con los últimos avances tecnológicos dispuestos a dejarnos con la boca abierta (cosa que casi siempre sucede en cada nueva película de Pixar), el film de Miyazaki retrocede dos décadas al menos, y nos presenta una animación tradicional en el más puro sentido de la expresión, pues todo cuanto hay en ella ha sido dibujado a mano.

Regresa así Miyazaki con esta película a los orígenes. La historia, sencilla hasta decir basta, narra la relación entre un niño de cinco años y un pez con cara de niña, que desea ser humana. Ecos de ‘La sirenita’, y cómo no de ‘La cabalgata de las valkirias’ de Wagner, bañan sin complejo ninguno ‘Ponyo en el acantilado’, que muchos se han aventurado a etiquetar de “obra menor” dentro de la filmografía de Miyazaki. Tal vez la sencillez que desprende la película, alejada de la densidad de ‘El viaje de Chihiro’ o ‘La princesa Mononoke’ ha servido para extender una idea, a mi parecer, equivocada. Para poner un ejemplo de lo que quiero decir, hace poco un amigo mío se refirió A ‘Gran Torino’ como la más sencilla de las obras maestras de Clint Eastwood. Dicha afirmación, acertada desde mi punto de vista, sirve perfectamente para definir una película como ‘Ponyo en el acantilado’.

La película está llena de pequeños detalles, claros como el fondo del océano retratado en la misma, que hacen grande su historia. Por un lado tenemos a las criaturas que no desean tener contacto con el hombre, el cual siempre es visto como el mayor enemigo de la Naturaleza, algo que no nos resulta nada difícil de creer dado el mal trato que le damos a nuestro planeta, y que tarde o temprano acabará costándonos caro. No obstante, dicho elemento de abierto carácter ecológico, está sutilmente retratado en la figura del padre de Ponyo, un ser que no quiere saber nada de los hombres, y al mismo tiempo no cargan las tintas en el mismo, de forma que lo que podría acabar siendo un panfleto en favor de la naturaleza, termina por unirse en armonía con los demás elementos del film.

‘Ponyo en el acantilado’ habla además del amor puro, reflejado en dos niños opuestos pero complementarios que se entregan el uno al otro sin ningún tipo de rubor o prejuicio, asombrados y maravillados por lo que cada uno ve en el otro. El maravilloso mundo del que proviene Ponyo es aceptado sin fisuras por el joven protagonista, sin necesidad de adaptación, sin tener que aceptar que allá fuera existe la magia, lo distinto, otros mundos. Miyazaki alcanza aquí la maestría, al ser capaz de hacernos creer cualquier cosa que se le pase por la cabeza, logrando que cualquier adulto que visione su película se desvista de toda la lógica acumulada durante el crecimiento de toda persona, y se entregue cual niño a sus historias, probablemente la mejor cualidad de Miyazaki como director, y que en el presente film alcanza su punto álgido.

Con claros elementos autobiográficos (el retrato del personaje masculino, que Miyazaki hizo pensado en su propio hijo, la ausencia del padre marinero, tal y como Miyazaki confesó que hizo con su hijo), ‘Ponyo en el acantilado’ no habla también del valor de los padres en todo niño, poniendo la figura de la madre como la más importante. Atención a la madre del niño, que es la única que le cuida y aconseja debido a esa falta paterna; y también a la madre de Ponyo que aparece justo cuando hay que tomar una determinación ante todo lo que está pasando. Hay una conversación entre ambos personajes que el espectador nunca llega a oír, pero que comprende perfectamente su significado. Las madres, tan distintas y próximas como en este film, comprenden mejor a sus retoños, y a ellas les corresponde el ser testigos directos de su crecimiento. Toda una declaración de principios por parte de Miyazaki.

‘Ponyo en el acantilado’, en su completa sencillez, atrapa desde el primer fotograma al último, y Miyazaki logra que se den la mano momentos tan portentosos como el de la cabalgada sobre las olas, instante de abierto carácter fantástico en el que la música del genial Joe Hisaishi cobra gran importancia, con otros más íntimos como aquél en el que Ponyo descubre maravillada un hecho tan cotidiano como preparar una comida. Y todo ello, narrado con un excelente ritmo por parte de Miyazaki, al mismo tiempo que no escatima en dar rienda suelta a su imaginación, la que todos los niños poseen, ésa que hace que podamos disfrutar de un film como éste, obra de un niño de 68 años.

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