'Belle Époque', los ilusos

En 1931, un seminarista y soldado desertor (Jorge Sanz) conoce a un bohemio pintor (Fernando Fernán Gómez) que lo invita a hospedarse en su posada. Cuando debe tomar un tren con el objetivo de marcharse a Madrid, decide perderlo al ver a las cuatro encantadoras hijas del pintor llegar de visita.

Galardonada con el Oscar a la mejor película extranjera, 'Belle Époque' (id, 1992) es todavía la mejor película de su director, Fernando Trueba, con tal vez la excepción de 'Chico y Rita' (id, 2012) y de la bastante subestimada 'El año de las luces' (id, 1986). Es curioso como aquí Trueba logra aunar dos tradiciones en principio no demasiado afines, la de la comedia brillante y libertina, obra de su excelente y talentoso guionista Rafael Azcona, con la del melodrama hollywoodiense, pongamos 'Cita en St. Louis' (Meet me in St. Louis, 1944), otro peliculón romántico con, también, hijas por emparejar y la presencia de un evento histórico como paisaje, aunque, como ha notado ya Rosenbaum, es esta una referencia lejana antes que un modelo narrativo.

Como todo el mundo sabe, la película es, por encima de todo, un canto a un tiempo perdido. ¿A qué tiempo? Bien, transcurriendo momentos antes de la proclamación de la Segunda República, y con toda una magnífica subtrama de los roces carlistas con los borbónicos encarnada en el personaje de Gabino Diego y el de su madre, una divertidísima Chus Lampreave, la idea que tiene la película del pasado es una muy tentadora y esperanzadora.

Azcona concibe la España republicana - la que iba a entrar en ese momento - como un lugar perdido - tan remoto como la casa en la que habita el sabio protagonista - y en el que todo era, al menos, posible, desde una idea distinta de la sexualidad, adulterio y homosexualidad son presentados como algo normal en el entorno de una unidad familiar estable, hasta como algo incluso romántico, pues el personaje del joven héroe busca el amor de un modo confuso, juvenil y con no poco impulso.

En pocas palabras, una España de posibilidades llena de un saludable apetito (sexual, político, cultural), curiosa y con dotes emancipatorias para las mujeres. Lo más interesante, en ese aspecto, es el dibujo escasamente normativo de las cuatro protagonistas: la hija mayor (encarnada por Miriam Díaz Aroca) ha heredado la empresa de su marido, y con habitual y negrisimo humor se insinúa que además pudo haberlo matado, otra, Violeta, (Ariadna Gil) es una lesbiana feliz y que reivindica su lado masculino, Rocío (Maribel Verdú) es una novia formal indecisa que oculta una promiscua amante y la pequeña, Ruth (Penélope Cruz) oculta el deseo de llevar una vida convencional.

Una de mis teorías respecto a la película es que su verdadero narrador es el personaje del pintor anciano, encarnado por un inspiradísimo Fernán Gómez. Veremos su cara despedir a la más pequeña de sus hijas y dando por cerrada su aventura, y de hecho, cuando regrese su joven amigo al alumbre del poder de seducción de sus descendientes, dirá, de un modo irónico y relajado, que "es el seminarista, que se ha venido aquí siguiendo el olor del coño de mis hijas". Una frase que es lapidaria, tronchante, pero también autoconsciente.

El reparto, como se ve, es magnífico y brinda grandes actuaciones que sacan partido al libreto de Azcona, quien partió de una historia que escribió junto al propio Trueba y José Luis García Sánchez. Con todo, la película se las apaña para terminar con una brizna de melancolía, como si ese cúmulo de Españas posibles quedara tan revuelta como los destinos de sus héroes.

Se pasea, se bebe, hay un feliz número de tango en el que se propone un juego de roles sexual muy divertido y hasta hay una zarzuela, a la llegada de una protagonista, en la que se reescribe el viejo Hollywood de la Metro. Azcona es un escéptico, no obstante, y ni siquiera en sus momentos más felices permite que pensemos que alguno de sus personajes, humanos y demasiado humanos incluso, como el del cura obsesionado con Unamuno, sea excesivamente ejemplar.

Trueba dirige con cierto sosiego, planos de grúa generosos y tradicionales, un ritmo más sosegado de lo habitual, dando paso a las palabras de su guionista y permitiendo una coherencia visual, facilitada por la excelente labor lumínica de José Luis Alcaine, que el material necesitaba para ser creíble.

La película es agradable, cálida y exuberante; también nostálgica y bastante inofensiva para ser el relato de un hombre recibiendo el favor de cuatro hermosas jóvenes. Lo aconseja el pintor al seminarista, citando las hondas palabras de Thomas Mann en La montaña mágica: ¡Oh, encantadora belleza orgánica que no se compone de pintura al óleo ni de piedra, sino de materia viva y corruptible, llena del secreto febril y de la podredumbre!

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