Ciencia-ficción: 'King Kong', la bella y la bestia

En 1933 la RKO Pictures fue aupada como una de las grandes majors del Hollywood clásico —hasta su desaparición a mediados de los años cincuenta— gracias a ‘King Kong’ (íd., Ernest B. Shoedsack y Merian C. Cooper, 1933), el mítico film que hace poco ha evocado Jordan Vogt-Roberts. En el fin de semana de su estreno fue el hit más taquillero de la historia en ese momento. Tanto fue así que la mítica productora se salvó de una más que segura bancarrota.

El estudio que produciría películas del talante de ‘Ciudadano Kane’ (‘Citizen Kane’, Orson Welles, 1941), ‘Esta tierra es mía’ (‘This Land is Mine’, Jean Renoir, 1943) o ‘Retorno al pasado’ (‘Out of the Past’, Jacques Tourneur, 1947) lanzó por todo lo alto esta película, cuya idea se le ocurrió a Merian C. Cooper al imaginarse a un simio gigante en lo alto de un rascacielos luchando contra aviones que le disparaban. A partir de esa imagen se construyó el resto de la historia, una que sería muy imitada en gran parte del cine de aventuras y ciencia ficción posterior.

Merian C. Cooper y Ernest B. Shoedsack ya habían trabajado juntos dirigiendo ‘Las cuatro plumas’ (‘The Four Feathers’, 1929), tercera versión de la novela de A.E.W. Mason, todo un clásico de aventuras —la versión más famosa sería, no obstante, la de Zoltan Korda de 1939—, género que Shoedsack controlaba a la perfección, como demuestra también su labor al lado de Irving Pichel en ‘El malvado Zaroff’ (‘The Most Dangerous Game’, 1932), al igual que el film del gorila gigante, una película muy influyente en el cine posterior.

Pura aventura

El sentido de la aventura, del gusto por el peligro, que puede apreciarse en ambas obras sigue latente en ‘King Kong’, de la cual se filmó una parte en los mismos escenarios que el film protagonizado por Joel McCrea y Fay Wray, actriz que aquí volvería a ser la protagonista convirtiéndose en todo un icono, junto al gran mono, de la cultura popular de los años treinta. Wray enamoró a cientos de miles de espectadores y también a la bestia, en una historia que bebiendo de Edgar Rice Burroughs y Arthur Conan Doyle, también tiene bastante del cuento popularizado sobre todo por Jeanne-Marie Leprince de Beaumont.

Merian C. Cooper y Ernest B. Shoedsack realizan un temprano y atrevido juego de metalingüismo con el propio cine y su conexión con la vida. En el viaje a la isla Calavera, el productor del cine Carl Denham —Robert Armstrong en su papel más famoso— relaciona filmar cine con vivir aventuras. Antes de su llegada a la isla, Denham hace pruebas de cámara a Ann (Wray), simulando que se encuentra con algo monstruoso y horrible. La ficción dentro de la ficción como anticipo al momento shock de la aparición de King Kong.

Aparición que se produce bien avanzada la película, algo que se tomaría como regla no escrita en las futuras películas sobre monstruos —véase ‘Tiburón’ (‘Jaws’, Steven Spielberg, 1975) o ‘Alien’ (íd., Ridley Scott, 1979), como los más claros ejemplos—. Instante éste a partir del cual la película se convierte en toda una montaña rusa de emociones y pura aventura. Un non-stop de acción psicológica y física que nos lleva al centro mismo de la más grande aventura de todas, aquella en la que el ser humano descubre cosas que están fuera del alcance de su imaginación.

Atemporal

Dos elementos funcionan a la perfección en ‘King Kong'. Los efectos visuales y el diseño de producción, curiosamente aún no superados en versiones posteriores por muchos avances tecnológicos que haya habido. Sorprende, a día de hoy, lo sutil y efectivo de la técnica del Stop-Motion, captando a la perfección las expresiones del monstruo, sus sangrientos combates contra diversos dinosaurios, o el impactante momento final de su muerte, carente de música o diálogos, sólo el estremecedor sonido de los aviones y los disparos.

Así mismo el imaginativo diseño artístico cobra casi vida propia en las secuencias de la selva o las acaecidas en New York, estableciendo un discurso de lo peligroso que es el hombre para la naturaleza, amén de una atmósfera traviesa, perturbadora, casi onírica. Esto también contribuye a la soterrada love story del relato. El monstruo se enamora de la belleza pura, representada en la sensual e inocente Fay Wray, y esa misma inocencia hace que King Kong termine víctima de la ignorancia del ser humano y su afán por destruir todo aquello que no comprende.

La banda sonora de Max Steiner termina de redondear la función, añadiendo todo tipo de emociones a un espectáculo salvaje en su determinación y enormemente poético. “La bella ha matado a la bestia” es la última frase de una película que sigue burlándose del paso del tiempo que todo lo devora. Merian C. Cooper y Ernest B. Shoedsack aparecen como pilotos de uno de los aviones que disparan contra Kong; curioso cameo siendo el personaje central que da comienzo a todo un director de cine, el mismo que sentencia la historia con dicha frase.

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