'El jovencito Frankenstein', la cura perfecta contra la aflicción

Dr. Frederick Frankenstein: ¿Sabe? No quisiera ser impertinente, pero soy bastante buen cirujano. Quizá podría ayudarle con esa joroba.
Igor: ¿Qué joroba?

Hay películas, lo sabemos todos, perfectas para una tarde sombría o una noche apática. Más aún: para esos estados de ánimo existencialistas que nos hacen ver la vida gris y sin sentido. Los médicos o los psiquiatras deberían dejarse de recetar píldoras o de montar terapias, y mandar al afligido a casa a ver ‘El jovencito Frankenstein’ (‘Young Frankenstein’, Mel Brooks, 1974), una de las comedias más disparatadas, delirantes, ingeniosas y divertidas, me atrevo a decir, de toda la historia del cine, pues es uno de esos milagros en los que todo funciona, y además funciona con un encanto especial, con una fortuna quizás irrepetible. Viendo la hora y tres cuartos de ‘El jovencito Frankenstein’ se le olvidan a cualquiera los problemas o las esclavitudes de la vida como por arte de magia, cautivados además por un vendaval de gran cine de comedia, ese que precisamente no abunda, pues la comedia la han controlado unos pocos y la han pervertido muchos. Entre estos últimos, el propio Mel Brooks.

Pero Brooks hizo aquí, y creo que en esto estaremos todos de acuerdo, su mejor película. De lejos, de muy lejos. Un precepto: la diversión sin complejos. Pero con una gran ventaja: el formidable guión que armaron él y Gene Wilder. Así, un desprejuiciado homenaje/parodia/revisión del mito cinematográfico de Frankenstein, filmado con la intención de demoler todos los arquetipos y todos los lugares comunes de las diversas películas sobre la legendaria creación de Mary Shelley (1797-1851), se convierte, a fuerza de talento y de ingenio, en una de las más importantes películas sobre el monstruo, sin que las bromas y los gags visuales estorben a los momentos de suspense y horror, que también los hay y muy buenos, y sin que el tono manifiestamente gamberro diluya lo más mínimo la gótica atmósfera centroeuropea de clásico cuento de miedo. Un milagro, y de los grandes.

Cuando, durante el rodaje de ‘Sillas de montar calientes’ (‘Blazing Saddles’, Brooks, 1974), Gene Wilder le propuso a su amigo Brooks una parodia de ‘Frankenstein’, lo que más le divertía al director era imaginar que, después de tantas versiones, y tantos hijos de Frankenstein siguiendo los pasos del famoso padre, sería el nieto del genio loco el protagonista de la historia, y que aunque también sería un científico prominente, no le haría ninguna gracia que le relacionaran con resurrecciones ni experimentos radicales, ni mucho menos nada concerniente al trabajo de su abuelo. Con ese punto de partida, empezaron a escribir la historia, y no creo exagerar si digo que contiene los mejores diálogos, personajes y situaciones que han escrito esta pareja de amigos, en compañía o en solitario. Tanto es así que cuando Brooks se encontró con la negativa de Columbia de filmar en blanco y negro, enseguida la Fox acogió el proyecto, esperando un éxito que finalmente se produjo, y que fue contundente.

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Humor gótico

Los elegantes títulos de crédito, completamente desfasados ya en 1974, nos avisan ya de dos cosas: que por mucha comedia de Mel Brooks que sea, se la han tomado muy en serio, y que no solamente es un homenaje al cine de terror de los años treinta, sobre todo es un homenaje a una cierta forma de elaborar el cine en general que en los revolucionarios años setenta era casi un anatema. En estos créditos también podemos oír la preciosa música (con ese violín legendario) que el gran John Morris escribió para este proyecto. Una música que no habría quedado nada mal en ninguna película de James Whale. Y en la primera escena ya podemos apreciar la excelente fotografía, estilizadamente trasnochada, de Gerald Hirschfeld (aprende, Robert Rodríguez), con el uso (y abuso) de vetustos efectos de luz simulando una tormenta eléctrica.

El primer plano, tras los títulos de crédito, es un prodigio de uso de la cámara y de iluminación, y nos muestra a un Brooks increíblemente inspirado y hábil: una suave panorámica que se convierte en un lento travelling en retroceso, de un reloj a una chimenea encendida, y de ahí a un ataúd, sobre cuya tapa están inscritas las palabras: Baron Von Frankenstein. En su interior, claro, el esqueleto aferrando una importante cajita. Una secuencia resuelta en un solo plano, y corte a negro con el anticuado recurso del iris que se cierra y que se abre, de nuevo, a la caja. Hay muchas secuencias resueltas con esta pericia, pericia que nunca volvió a repetir un director siempre divertido pero pocas veces cabal, que se ha entregado a una vulgaridad extrema y que quizá podía haber dado más de sí. La limpieza y la convicción de su puesta en escena y su dirección de actores en ‘El jovencito Frankenstein’ es muy notable: realmente parece una película escapada de otro tiempo…y dirigida por otro.

La presentación del protagonista es así mismo ejemplar. Por supuesto que el doctor Frederick Frankenstein (un espléndido Gene Wilder) preferiría que su nombre se pronunciara “Fronkonsteen”, para distanciarse de su abuelo. Engreído e iracundo, Fronkonsteen se verá primero provocado por un alumno insidioso, y luego tendrá que viajar a Transilvania (provincia que nada tiene que ver con el mito de Shelley, pero ¿a quién le importa?) a donde llega desde Estados Unidos en tren…tranquilamente. Y nada más bajar la legendaria aparición de Igor, o Aigor, interpretado por el genial cómico británico Marty Feldman, cuyos saltones ojos estrábicos, vocecilla atiplada y andares simiescos son lo más recordado de la película. Su surrealista conversación sólo es el epílogo a la presentación de Inga (la maravillosa Teri Garr) o de la luctuosa Frau Blücher (impresionante Cloris Leachman), cuyo mismo nombre pronunciado en voz alta provoca rayos y truenos y el relinchar de caballos aterrorizados…

Gran parte del atrezzo del laboratorio es el original creado por Kenneth Strickfaden para ‘El doctor Frankenstein’ (‘Frankenstein’, James Whale, 1931), pero ya el diseño de producción de Dale Hennesy y los decorados de Bob de Vestel crean con gran talento lo que se espera de un ambiente al mismo tiempo lúgubre y cómico. Sólo así la creación del monstruo (inmenso Peter Boyle) pudo ser tan espectacular y al mismo tiempo tan coñera, y sólo así podemos reirnos mientras nos emocionamos con la lucha de Frankenstein, ya contagiado del espíritu visionario y bastante alucinado de su abuelo, preparándonos para el estupendo final de la historia, tan perturbador como eufórico. Hasta entonces no menos de dos docenas de gags visuales y de diálogos descabellados, con los que es imposible no pasarlo en grande.

Conclusión y secuencia favorita

No solamente no ha envejecido nada, sino que está más joven que nunca. Brooks ha dicho repetidamente, y no hacía mucha falta, que es la mejor de todas sus películas. Una pequeña joya que nunca nos cansaremos de ver. Y mi escena favorita: Inga y Frederick encontrando cabezas en diferente estado de descomposición (muerto hace tres años, un año…) hasta encontrar la cabeza de Igor, que se pone a cantar, para desesperación de Frederick, que grita: “¡Aigor!”, a lo que Igor responde “¡Frodorick!”.

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