'El silencio de los corderos', la mente del dragón (I)

Créame, no quiere que Hannibal Lecter penetre en su cabeza

-Jack Crawford

A la hora de valorar una obra cinematográfica, algunos dejan su juicio en forma de cinco estrellitas variables (quizá cuatro), y otros puntúan de cero a diez. En el segundo caso conozco a muy pocos capaces de ser coherentes, pues resulta muy tentador regalar sietes y ochos a películas meramente interesantes. Para mí, un ocho es una gran película. Un nueve es una película impresionante, una maravilla como ‘E.T.’. Y un diez es para una obra excepcional, algo realmente muy especial. Muchos cinéfilos otorgan dieces con demasiada facilidad. A mí me resulta más complicado. Aunque en el caso de ‘El silencio de los corderos’ se lo otorgo sin dudarlo un segundo. Y esto por numerosas razones de las que explicaré cuatro:

1. Todos y cada uno de sus actores, hasta el figurante con frase más ramplón, están perfectos. Sencillamente perfectos. Es imposible sacar más partido de ellos. 2. El material literario preexistente, la mejor novela de Thomas Harris, era excepcional. Y el guión también lo es, una joya de Ted Tally, que aúna lo mejor del texto y propone ideas visuales nuevas de grandísima altura estética. 3. La dirección de Jonathan Demme está exenta de todo divismo, y contando sucesos de gran dureza y oscuridad, despliega una elegancia asombrosa. 4. Es mucho más que una historia de psycho-killers, como veremos a continuación.

Analicemos, como se merece, a esta obra de arte:

Érase una vez…el héroe que bajó a ver al dragón a la cueva más oscura

A Strong Heart/Deme Production. Los títulos de crédito, negros con reborde blanco, se superponen al bosque más tenebroso que imaginar quepa. Entre la bruma de primera hora de la mañana podemos distinguir a una figura solitaria, escalando con ayuda de soga, dispuesta a tal efecto. Llega a primer término, es una mujer joven, con un chándal. Parece entrenar. Pero la forma en que Demme coloca la cámara y usa la soberbia música de Howard Shore, más parece que esté huyendo de algo. Un plano lateral y otro de sus pies bastan para dar esa impresión.

Desde el mismo comienzo de la película Demme quiere hablarnos de esta chica, Clarice, y de cómo casi siempre su existencia se basa en luchar. La puesta en escena de la película está al servicio de mostrarnos el interior de este personaje, eje central de la historia. Y desde el principio la vemos luchando, corriendo, subiendo obstáculos. Un hombre intenta alcanzarla, le dice que la esperan. Lleva un gorro del FBI. La música se relaja, ya sabemos más o menos donde estamos. Pero Starling siempre está rodeada de hombres que la retan con la mirada. Se sube a un ascensor lleno de hombres, se topa con un tipo que la sonríe con desdén, le indican el despacho de Crawford con soberbia. Esto es un mundo de hombres, y Clarice es bonita. Es lo que hay.

Hasta Jack Crawford (excelente Scott Glenn), su jefe inmediato, se estira en su butaca con sus manos en la nuca, mirándola fijamente. No es normal. Aquí se inicia el estilo de Demme de filmar las conversaciones, la mayoría, en primeros planos con los actores mirando prácticamente a cámara. Esta forma de filmar acrecienta el agobio en el espectador y le pone a la defensiva. Y enseguida el héroe (la heroína, ahora, pues esto es un relato feminista), baja a ver al dragón. No sin antes hablar con su guardían, el viscoso doctor Chilton (un inolvidable Anthony Heald), que intentará seducirla y luego la tratará con desprecio.

La primera persona que la tratará con un mínimo de dignidad es el enfermero Barney (Frankie Faison, visto en ‘The Wire’), y después tendrá que soportar a varios colgados en el pasillo de los locos, incluso a uno que le espeta “desde aquí huelo tu coño”, antes de ser recibida con extrema elegancia por el doctor Lecter.

La luz de las tinieblas

De todos los reclusos de la penitenciaría psiquiátrica, el único que dispone de una celda iluminada es Lecter. ¿Casualidad o metáfora de la extrema lucidez y capacidad de penetración mental de este personaje? Otros presos la saludan como lo que se espera de ellos: con ademanes exagerados o voz susurrante, pero el doctor Lecter parece vestido de traje, aún con el uniforme de preso, y que la saluda con cortesía. Él es mucho más aterrador que el resto, sólo por esa celda iluminada y cerrada con una mampara de cristal y por sus ademanes cultivados.

Los cinco minutos que dura su diálogo son un ejemplo magistral de puesta en escena, sin maniqueísmos ni trucos baratos ni divismos ni exageraciones de ninguna clase. Sólo cine. En la novela la celda estaba cerrada por redes de nailon. Aquí el cristal facilita un plano contra-plano en el que parece que ambos actores podrían tocarse, lo que acrecienta la inseguridad. Hopkins está, en una palabra, incréible. Nunca estuvo mejor y nunca lo estará, ni siquiera en secuelas comerciales de esta película. Tiene ocho secuencias en toda la película, en un claro papel en principio de reparto, y nadie lo llamaría de reparto, sino de principal absoluto.

En este primer encuentro Clarice puede comprobar cómo el doctor es capaz de tratarla con dignidad mientras adivina su pasado y destroza sus defensas, además de aterrorizarla. Pero tendrá que volver varias veces, lo que para ella supone no tanto un gran temor a Lecter, como a su propio pasado, al que teme mucho más, con el recuerdo de su padre muerto torturándola, además de su experiencia con los corderos… Hannibal la ayuda cuando Miggs, el loco de la celda anexa a la suya, le lanza esperma a la cara, porque le parece una grosería indecible. Él es así. Pero entre ambos se estructurará una de las relaciones más complejas, fascinantes y terribles de la entera historia del cine americano.

Lecter es un sociópata y un caníbal, con sus propias normas morales, pero también es un erudito, un médico excelente y un psiquiatra de increíble percepción. Su celda asemeja una mazmorra medieval. Y Clarice tendrá que bajar a esa mazmorra a hablar con ese dragón si quiere cazar a un monstruo al que apodan Buffalo Bill.

La prueba ha sido dura para Starling. Al salir del sanatorio está hecha un manojo de nervios y muy alterada emocionalmente. Tiene lugar un flash-back breve y bellísimo, en el que recuerda a su padre, y termina llorando sobre su coche. Pero de esa imagen cortamos a la propia Starling practicando tiro con gran fiereza. Es como si el personaje disparara sobre su pasado. Qué manera más hermosa de mostrarnos el interior de un personaje.

Hay otro bello flash-back, poco después, antes de la autopsia de la siguiente víctima de Buffalo Bill. De este modo, antes de que Clarice le cuente a Lecter, en su intercambio de información, todo sobre su padre, nosotros ya lo sabemos porque lo hemos visto. Es decir, prima la imagen sobre la palabra a la hora de describir el interior de este personaje extraordinario que es Clarice Starling. Porque sobre todo, en una historia tan tenebrosa, prima la dignidad elegida por el director para contar su historia. Donde otros directores se entregarían al morbo fácil y a la truculencia, Demme es un alarde de humanidad, buen gusto y contención.

En la autopsia a la víctima, no vemos primero al cadáver, sino a Starling mirando al cadáver, conmovida. Otros espectadores preferirán la operística y grandilocuente y preciosista puesta en escena de Scott en ‘Hannibal’, pero para mí esto es el cine: la mirada de Starling a la pobre chica despellejada. Y tras este conmocionador momento, comienza la verdadera caza.

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