La eterna juventud de 'Lo que el viento se llevó'

Recientemente, con eso de buscar por televisión algo con lo que dar de comer al espíritu (lo cual, cada día que pasa, se antoja más y más imprescindible), hete aquí que doy con una joya de la segunda etapa (la más impredecible, la mejor) de Alfred Hitchcock, de hecho la que oficia como iniciadora de esa etapa, la hermosa y ultra-romántica ‘Rebecca’. Y viéndola, yo creo que nadie que no sea un cinéfilo redomado y conozca cada vericueto de la historia de la realización de esta película, puede sacarse de la memoria ‘Lo que el viento se llevó’, o lo que es lo mismo ‘Se fue con el viento’, traducción literal de ‘Gone With The Wind’, una de las películas más famosas de la entera historia del cine, auténtico icono de la leyenda dorada de Hollywood, y mito absoluto del siglo XX.

Viendo la película de Hitchcock, y ya la dejo en paz, hay que reconocer que es fabulosa, muy hija de su tiempo, alejada de lo que es la zona de plenitud de su director, pero aún así magnífica. Ahora bien, han pasado los años por ella. No quiero decir que esté vieja, sino que se le nota el paso del tiempo un poco, es incontestable. Ahora bien, no por la anterior gran producción de Selznick, cuyos logros trató de repetir adaptando la novela de Daphne Du Maurier. En cierta ocasión, en una de mis conversaciones cinéfilas con Alberto Abuín, se sintió asombrado de que prefiriera, de que venerara ‘Titanic’, por encima de muchas superproducciones famosas. No es el caso de este melodrama legendario.

Cuando hablo de la eterna juventud de este largometraje, estoy afirmando literalmente eso. Que a pesar de los setenta años transcurridos desde su realización, pareciera que está hecha ayer mismo, por un puñado de locos enamorados de la historia de Estados Unidos. Que a pesar de que en el cine han tenido lugar varias revoluciones audiovisuales que lo han transformado hasta casi dejarlo irreconocible, esta película se mantiene ahí como un ejemplo a seguir, no sólo en cuanto a cine épico, grandilocuente o melodramático, sino sobre todo en cuanto a la narración meramente audiovisual, en cuanto al delicado dibujo de los personajes, en cuanto a la conmoción emocional que supone su enésimo visionado.

La expresividad y universalidad de este relato anda por derroteros mucho más importantes que su telón histórico o su trasfondo social. Porque estamos ante un relato feminista que no encontró parangón durante décadas en el cine norteamericano. Así de sencillo. Hasta la llegada, por supuesto, de la Rose de ‘Titanic’. Ignoro si los críticos norteamericanos comparaban a Cameron con Selznick por esta razón. Aunque me temo que era por razones más pragmáticas, como su tremendo éxito popular (algo que muchos siguen creyendo que es sinónimo de baja calidad, cuando no es lo mismo carácter comercial con éxito popular). Pero lo cierto es que, por más que me pese, puesto que no es un cine por el que me pueda sentir en principio atraído, por la opacidad autoral que posee, es una de las películas que más he visto en mi vida.

Durante muchos años he intentado descifrar el por qué de la vigencia estética de esta obra maestra irrepetible, y la razón es, creo yo, por la fuerza arrolladora de sus personajes, a los que dan vida una serie de actores en estado de gracia, que trascienden con mucho su propio talento para regalar algo que es más verdadero (mucho más) que la vida misma.

Pero sobre todo y ante todo está ella, Vivien Leigh/Escarlata O’Hara, la niña más mimada que pueda uno imaginarse, la más guapa de su condado, la más marisabidilla, cotorra, exigente, mandona, respondona, caprichosa de todas las chicas del cine norteamericano. También la más inaguantable, impulsiva, teatrera, creída, manipuladora, cruel de las muchachas. ¿Cómo puede esta chiquilla erigirse en el icono femenino que sin duda es? De hecho el único que ve lo que nadie hasta entonces es capaz, es el descreído, cínico y vividor de Rhett Butler, al que le basta un vistazo para quedarse obsesionado con ella y perseguirla durante todo el relato, hasta que al final acaba harto de tanto sufrir y se larga por muy quejumbrosos que sean los ruegos de su esposa.

Pero ya desde el mismo comienzo se sabe que alcanzar el corazón de Escarlata es algo tremendamente arduo para el que se atreva a intentarlo. Todo comienza con esa conversación a tres bandas en la que a Escarlata, flanqueada por los gemelos Tarleton, le hacen saber a ella que Ashley Wilkes está prometido, y nos hacen saber a nosotros que la guerra con el norte está a punto de estallar. De un plumazo, sin ambages, nos sitúan en el doble contexto en el que se va mover todo el relato: el social/político y el personal/sentimental. Y además, ya conocemos casi por entero a esta cría con aires de reina que se llama Escarlata, quien se aleja a toda prisa pensando que el soso de Ashley la rechaza.

Su padre sabe mejor que ella lo que le conviene cuando le advierte que con Ashley no será feliz. Incluso Rhett lo sabe. Escarlata se empeña porque es el único que no se rinde a sus pies. Y no se sabe qué es más atroz, si el empeño de Escarlata durante años por el inútil rubiales que se casa con su prima hermana, o la cruenta guerra civil que devasta sus vidas y arruina su mundo de bailes y galantería, de caballeros y damas, de esclavos y capataces. Por primera vez en su vida, Escarlata conocerá el sufrimiento, la carencia, el trabajo diario bajo el sol para obtener unas migajas. Por primera vez, quizá, desafiará a Dios. Y una fuerza de la naturaleza como Escarlata sólo puede salir ganando. Aunque todos la desprecien por su amoralidad y la odien por su éxito.

De alguna manera es algo lógico que termine casada con Butler. Ambos son parecidos, y también trágicamente diferentes. Él sabe lo que quiere y lo que tiene, ella no. Él se conforma con vivir la vida a tope y disfrutarla, ella siempre quiere más. Pero de alguna extraña manera se complementan. Ni Leigh ni Gable estuvieron mejor en sus vidas, y ambos comparten una química muy especial, que ya en la segunda mitad del relato (para algunos la más aburrida, para mí, la más inolvidable) alcanza rasgos trágicos de gran calado emocional, no tanto por lo terrible de la historia que cuentan, sino por el modo en que lo cuentan. En el último tercio del film, el tiempo comienza a correr vertiginosamente, pasan los años a toda velocidad, el matrimonio se va derrumbando. Precisamente el momento de mayor intensidad, se desvanece entre los dedos del espectador del mismo modo que lo hace para los protagonistas.

Y es que el tiempo se va con el viento. Y las oportunidades. Y el amor. Y Escarlata deja pasar todas las oportunidades para ser feliz. Así de sencillo. Y ofende o molesta a todos los que la cuidan y la quieren. Así pasa con Mami, y lo mismo con Melania Hamilton. Y por supuesto con Rhett. La cámara (sorprendentemente vivaz, llena de energía, de intuición) es el perfecto aliado del espectador, una dinámica herramienta que asombra por su audacia formal, pues parece de una modernidad pasmosa en sus movimientos, en sus encuadres, en su capacidad para recoger los momentos más nerviosos y violentos. No sólo es épica, en la forma más noble de la expresión, es ante todo digna. Ahí también, y en su estructura despojada de todo atavismo enfático, en su fina ironía, reside también el misterio de la juventud de este título extraordinario.

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