'Mandarinas', el lado más humano de la guerra

Por mucho que queramos, es imposible tener el tiempo suficiente para ver todas las películas que nos han llamado la atención. Ahí es donde entra el criterio personal de cada uno para decidir a cuáles da prioridad y qué títulos se quedan pendientes para otra ocasión, lo que a veces equivale a que nunca llegará a verlos. Eso fue lo que me sucedió a mí con ‘Mandarinas’ (‘Mandariinid’), la representante estonia para los Oscar de 2015 que opté por dejar de lado por motivos que ya ni recuerdo.

‘Mandarinas’ no logró llevarse la estatuilla reservada para la mejor película extranjera en los Oscar, ya que ese honor fue a manos de ‘Ida’, pero todo lo que he escuchado o leído sobre ella ha sido positivo, por lo que finalmente decidí saldar mi cuenta pendiente con la cinta dirigida por Zaza Urushadze. Lo que me encontré fue una gran película que sabe cómo explorar su emocional acercamiento al lado más humano y los horrores de la guerra.

En tierra de nadie

He de confesar que uno de los motivos que me llevaron a aplazar su visionado es que, sobre el papel, el argumento de ‘Mandarinas’ me recordaba al de la estupenda ‘En tierra de nadie’ (‘No Man’s Land’) y no tenía especial interés en ver otra película de ese estilo. Sin embargo, no podía haber estado más equivocado, ya que la obra de Danis Tanovic se basaba mucho en el humor para realizar su parábola, mientras que aquí es la figura neutral -y paternal- a la que da vida Lembit Ulfsak la que sirve como gran punto de eje.

Lo que no puedo negar es que el guion del propio Urushadze es igual de predecible en términos meramente argumentales que muchas películas que vienen de Hollywood, pero eso nunca llega a ser un lastre para hacernos llegar su mensaje de una forma sosegada para que a uno realmente le importa lo que puede sucederle a Ivo, Ahmed, Nika y Margus. De hecho, la cordura y calidez que transmite es su principal arma para romper esa barrera que separa al espectador de la ficción que está presenciando.

Por ello, la puesta en escena de Urushadze huye de todo efectismo, incluyendo ahí los momentos más ajetreados -uno al principio y otro hacia el final, no esperéis mucho más por esa vía- y sabiendo manejar también con bastante acierto la aleatoriedad de la guerra para reforzar el mensaje de cordialidad sin dar nunca la sensación de ser algo que se está sacando de la manga con tal fin. Son los pequeños golpes que nos recuerdan la realidad frente a ese halo casi poético que domina la función el resto del tiempo.

Es cierto que ello no deja de ser una consecuencia directa de su modestia, tanto en términos de ambientación -la práctica totalidad del relato transcurre en el interior de una casa o en las cercanías de la misma, algo lógico dado su reducido presupuesto y lo innecesario que era salir de ahí- como de historia. En lo último sí que presenta ciertas debilidades, tanto por el tema de la previsibilidad como porque su propia estructura tiende de forma ocasional hacia lo esquemático para mostrar la evolución de sus personajes.

El gran trabajo de los actores de ‘Mandarinas’

No obstante, es difícil dar demasiada importancia a esos trucos para que los personajes vayan en la dirección deseada cuando su cuarteto protagonista raya a un nivel tan alto. Está claro que Ulfsak es el que destaca más, ya que es convierte en un referente paterno para ambos al ser la voz de la cordura que tiene que ir haciendo lo posible para que dos enemigos irreconciliables puedan sobrevivir bajo el mismo techo y que, poco a poco, vayan acercando posturas.

Además, resulta esencial que brille manteniendo en todo momento esa calma e intimidad de la que hace gala ‘Mandarinas’, sabedor del absurdo y los peligros de la situación, pero sintiéndose incapaz de abandonar una neutralidad que la propia película no dejará de lado. Él es la guía, y todo lo que hace y dice resulta tan sensato que a uno le cuesta mucho menos creerse que dos soldados que, literalmente, casi se matan poco antes tengan en él a su gran punto de encuentro.

Por lo demás, es cierto que la fuerza de su mensaje podría haber canibalizado el resto de méritos de ‘Mandarinas’, pero el gran logro de Urushadze es que la película tenga al mismo tiempo rabia y tranquilidad -los dos "soldados" representan lo primero, mientras que Ivo y su rutina vital se ocupan de lo segundo-, sabiendo desarrollarlas con impecable sencillez y también hacerlas confluir con una naturalidad desarmante.

Todo ello con una economía narrativa envidiable, pues estoy convencido de que se le habrían visto mucho más las costuras a poco que hubiera querido subrayar lo trascendente estirando su metraje, y encima lo consigue sin renunciar a los silencios que dicen más que muchos discursos, y echando mano de unos diálogos sencillos y claros que encajan como un guante dentro de una naturalidad especial que tiene ‘Mandarinas’.

En definitiva, ‘Mandarinas’ es una notable película que apuesta de forma decidida por lo emotivo y lo emocional. Quizá uno vea con demasiada facilidad cuál es la mano que va a jugar, pero su honestidad para verlo y el gran trabajo de sus protagonistas logran conquistar al espectador con este notable acercamiento a un tema ya muy desgastado, pero que aquí se saborea como una reflexión quizá no nueva, pero sí estimulante y suficientemente diferente.

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