'Una Noche en la Ópera', cosi-cosa, it's a wonderful world

Desde hace 14 años suelo reunirme todos los lunes por la noche con mi buen amigo Rubén para ver una película. De vez en cuando se nos une alguien a quien no le importa trasnochar a cambio de ver buen, o mal, cine, como este pasado lunes fue el caso y desde nuestra primera sesión, que se abrió con 'El Diablo Dijo No' y 'En Bandeja de Plata', allá por el 93, lo cierto es que hemos visto de todo, pero la película que más veces hemos visto es 'Una Noche en la Ópera'. ¿Por qué? por dos sencillas y claras razones, una, y perdonadme la expresión, porque te escojonas viéndola, y otra, porque después de verla se tiene la agradable sensación de que el mundo es absolutamente maravilloso.

El loco argumento de 'Una Noche en la Ópera' nos lleva por ambientes musicales, más bien operísticos, como es fácil deducir de su título, en el que el farsante manager Otis B. Driftwood intenta hacerse un hueco en el mundo empresarial, contratando a un joven cantante al que nadie conoce, pero que Driftwood y dos personajes más, intentarán por todos los medios que actúe ante el gran público y obtenga el éxito que merece. Para ello tendrán que solventar muchos obstáculos.

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Como casi todas las películas de los Hermanos Marx, por no decir todas, el argumento es lo de menos, aunque habría que decir que en ésta el guión es bastante más sólido que en otras ocasiones. Eso no es impedimento para que los hermanos más locos de la historia del cine nos regalen un montón de escenas que fueron totalmente improvisadas, pasándose las frases escritas en el guión por ya sabéis dónde. De hecho, la famosa anécdota en la que George S. Kauffman en medio del rodaje de una secuencia exclamó: "¡Han dicho una frase mía!" pertenece a 'Una Noche en la Ópera', desmotración palpable de cómo se puede hacer gran cine sin guión. Evidentemente, hablamos de humor absurdo, y en ese campo la cosa está más fácil.

También conviene resaltar que detrás de la cámara estaba un realizador con mucha solvencia, autor de unas cuantas obras maestras, Sam Wood, curiosamente el que filmó las dos mejores películas de los Marx junto con 'Sopa de Ganso' del gran Leo McCarey, la otra es 'Un Día en las Carreras'. Wood, al que dice que le ayudó el gran Edmund Goulding, imprime su estilo a todo el film, dotándolo de un ritmo absolutamente frenético, sin que éste decaiga ni lo más mínimo, ni siquiera cuando las consabidas canciones hacen acto de presencia en la trama de la película, y que aquí fueron insertadas para que pudiéramos disfrutar de las extraoridnarias voces de Allan Jones y Kitty Carlise, y evidentemente de las aptitudes musicales de dos monstruos llamados Chico y Harpo. Ninguna de esas intervencionas daña en absoluto el devenir de una historia tremendamente loca, si acaso lo que logra es que descansemos de tanto frenetismo, y en el caso de las canciones su incursión es más lógica ya que ayudan argumentalmente a la película como debe ser. Mencionar al respecto, la despedida en el muelle mientras la pareja de enamorados cantan el bellísimo 'Alone', escena realmente curiosa, ya que está impregnada de un fuerte romanticismo con algunas gotas de lirismo.

Interpretativamente hablando qué voy a contar, los hermanos Marx no interpretaban, hacían reir como nadie, aunque eso también es interpretar, y si había que elegir entre los tres (al principio eran cuatro, pero del guaperas nos vamos a olvidar) la elección es fácil: Groucho, el genial, inimitable y sensacional Groucho. Su entrada en escena es una de las más hilarantes que yo recuerdo: "Camarero, no vayas repitiendo mi nombre por ahí que yo no repito el tuyo" y toda la conversación posterior con el personaje interpretado con Margaret Dumont, pertenecen por derecho propio a los mejores momentos cómicos de todos los tiempos. Me sería enormemente difícil destacar alguna de sus chispeantes frases por encima del resto. Mítico es el instante de los contratos y la primera parte contratante de la primera parte contratante (en versión original es mucho más desternillante), pero ahí están otros, como todo lo que suelta a lo largo y ancho de la secuencia que se desarrolla en la Ópera, en la parte final de la película. Sublime.

Una obra maestra como la copa de un pino, de esas que no hace falta decir nada, o hablar de ella durante días y días. Vista mil y una veces no pierde nada de su frescura, de su buen humor e incluso elegancia. Una de esas películas imprescindibles, capaz de levantarte el ánimo en una mala época. Esa es una de las funciones del cine como Arte. Vivan los hermanos Marx y la madre que los parió. Nunca habrá nadie como ellos. Nunca.

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