Autopsia de una escena: 'Desafío total', la pastilla roja y lo sueños que sudan

Piensa en una secuencia icónica o altamente memorable de 'Desafío Total' ('Total Recall'). Te saldrán por decenas. Máscaras que se vuelven locas en la aduana, efectos de las altas presiones en los astronautas desprevenidos, triple tentación en las zonas de Marte de más baja estofa, escudos humanos improvisados, extracción de micrófonos vía nasal, contratos matrimoniales cancelados de forma expeditiva... la mayoría de ellas, violentas o rebosantes de efectos especiales.

Sin embargo, la secuencia que mejor resume 'Desafío total', su mensaje y su espíritu, es una muy sencilla, de planificación casi clásica, pero que exhibe todos los elementos que hicieron grande a la película de Paul Verhoeven, por encima de la ultraviolencia mayúscula, la presencia de Arnold Schwarzenegger o el descubrimiento de Sharon Stone. Se trata del encuentro entre el inopinado héroe de la función, el obrero de la construcción con fantasías de espionaje marciano Doug Quaid y el severo doctor Edgemar.

Edgemar informa a Quaid de que en realidad no está allí, es solo un sueño. Todos son un sueño, un implante de recuerdos falsos que se ha salido de madre. Para asumir que todo está en su cabeza, Quaid solo tendrá que hacer un gesto simbólico y tragarse una pastilla que le saque de esa insensatez imposible de dobles identidades y conspiraciones planetarias. Pero entonces, Edgemar hace algo nunca visto en un sueño...

La escena más hitchcockniana de una película trepidante

La escena es casi una rareza dentro de una película que no para ni un minuto, pero es la que le otorga la categoría de mejor película inspirada en Philip K. Dick. Un tema recurrente del autor de '¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?' o 'Minority Report' siempre fue la confusión entre lo real y lo intangible e imaginado, y pocas secuencias como esta lo ejemplifican mejor, en una película en la que la paranoia y la difuminación de la personalidad lo inundan todo.

En los libros de Dick, la tecnología, las drogas o las propias carencias de la mente y los recuerdos son los que hacen que la realidad se desmorone. Aquí es la aplastante confianza de Edgemar el vehículo de esa duda, al asegurar a Quaid con toda tranquilidad que nada es real o que, al menos, la realidad ya no es lo que era. Una secuencia de tanta importancia para el ambiente de caos identitario de la película que Verhoeven pidió al guionista Ronald Shusett que ampliara los diálogos, para que el impacto que tiene en el espectador durara todo el metraje.

Como es habitual en Verhoeven, una puesta en escena más bien sofisticada (composición de planos, mensajes ocultos con el montaje) se esconde tras una apariencia simple o incluso ramplona, pero sirve al director europeo para desplegar una atmósfera de sueño intranquilo, que es lo que puede estar sufriendo Quaid (o no). Una más de las múltiples capas de significados de una película que se divierte sembrando la duda total en el espectador.

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