Arrebato

En sus reglas para un reseñista, John Updike recomendaba "reseñar el libro, no la reputación". Tanto lo mismo puede decirse cuando uno se enfrenta a una película, aunque no pocas veces haya yo jugado a la partida que el maestro Updike recomendaba no jugar.

Dicho lo cual, voy a entrar en materia: en los años noventa, Hollywood estrenó un montón de westerns con actores de primera fila. Incluso dos de ellos, los más famosos, ganaron el premio a la mejor película (algo que no sucedía desde los años treinta). Entre ellos, destacan dos.: el más contemporáneo, una versión poscolonial y buenrollera de la representación de los nativos americanos llamada 'Bailando con Lobos' (Dances with wolves, 1990), y el más unánimemente prestigiado, 'Sin Perdón' (Unforgiven, 1992), entendido como el gran cierre del género o su versión más desencantada y epifánica.

A estas alturas de mi vida, no tengo nada en contra de la reputación de Clint Eastwood y nada más lejos de andar despotricando contra alguien que ha probado, en magníficas obras, una gran capacidad de dirección y magisterio en diversas andanzas y géneros. Pero no estaría de más contar que su western cansado y tan vanagloriado es una película si se quiere excelente, mas que correcta y con un grupo de actores muy solvente, pero en cuyo centro no se dice nada relevante, ni nada que no sea obvio.

Y es que la película, que se abre con un plano que evoca a John Ford y tiene una dedicación, presumo que sincera y de corazón, a Don Siegel y a Sergio Leone, es una mirada del todo obvia al mundo del oeste. No hay héroes se nos recuerda, especialmente a partir del personaje de Richard Harris y su acompañante que escribe unas memorias convenientemente falseadas, y todo lo que sucedía era necio.

¿Casi treinta años más tarde de que fuera el maravilloso Leone, con cómplices no tan reconocidos como Sergio Corbucci, iniciara el spaghetti western, en el que el dinero era siempre más importante que cualquier gesto de honor tenemos que celebrar como novedosa o relevante la versión de Eastwood del asunto?

Tras el abuso físico de las prostitutas, vendrá el de uno de los pistoleros (Morgan Freeman) encargados de organizar la venganza. Por supuesto, el cansado y semirretirado William Munny (Eastwood) volverá y solucionará el asunto. Eso es toda la película, no solamente en líneas argumentales sino temáticas.

El libreto original de David Webb Peoples es, como todos los suyos, uno bastante esquemático, sin espacios de improvisación y con un relato de venganza más cercano al género criminal - no es casual que la película termine en una noche del todo inhóspita - que al de las tradicionales aventuras épicas situadas en Monument Valley.

Pero durante dos horas, asistimos a una versión, impecablemente dirigida eso sí, de escuadra y cartabón de esa idea, sin mayores elaboraciones dramáticas: no hay héroes ni leyendas, el antiguo oeste fue territorio de vilezas, rufianes, interesados, corruptos y corrompidos, inocentes, montones de muertos. Eso es, al parecer, todo lo que basta para ser considerado un genio, un maestro y no se cuantas cosas más que, no sé a vosotros, sugieren una amplitud de miras que, sencillamente, en esta película no está. ¿Estoy dudando de su calidad? Lo cierto es que no. Estoy hablando de otra cosa. Estoy hablando de arrebato, de genio, de una apisonadora que convierte a cualquier película - incluso a las que, como esta, tienen los vientos de técnica y actuaciones a su favor - en algo sí, memorable.

En 'Centauros del desierto' (The Searchers, 1956), puesto que ya que se evoca al maestro al inicio y hasta se asume la evocación como exitosa por la mayor parte de críticos y espectadores, una mirada bastaba para explicar la relación de Ethan Edwards (John Wayne) con otra persona (Dorothy Jordan) que además está casada con su hermano. A Ford y su guionista, Frank Nugent, les bastan tres escenas para perfilar una historia de amor que en cualquier estándar contemporáneo de cine estaría enfatizada por cine, montaje y pistas un poco menos obvias de lo habitual, pero naturalmente subrayadas para que nadie se pierda.

Al final de la película, sentimos que algo necesario se ha perdido: el que creíamos héroe es también un personaje con no pocos ribetes siniestros, una nada saludable tendencia al racismo y que pese a su buena obra, su destino o su inteligencia radica en difuminarse, no ya ante los espectadores, sino ante su propia vida, yéndose para siempre una vez rescatada a la hija, pero ese rescate no es solamente un acto de heroísmo sino también, en el fondo, una venganza personal, contra todos y contra todo.

De hecho, la película escoje a un actor enormemente popular y nos coloca en un terreno aparentemente confortable, pues en teoría conocemos al héroe o creemos conocerlo de entrada también, pero conforme avanzamos, descubrimos que, como la Frontera que tan bien retrata, estamos ante alguien que no es ajeno al peso de la Historia (no por casualidad forma parte del bando confederado, perdedor, de la guerra civil americana) ni del prejuicio o la violencia más abrupta e injustificable.

Esto, queridas y queridos lectores, es arrebato, es puro genio y es un desafío constante a los espectadores, tanto los de antes como los de ahora. No es una peliculita de escuadra y cartabón. No se basa en fáciles versiones digeridas de temas muchas veces explorados antes que aunque sean algo más oscuros, nada aportan y nada mueven a pensar sobre la naturaleza de las cosas.

Esto es lo que, en mi opinión, distingue una obra maestra de una apenas excelente. Esto es lo que convierte a John Ford en uno de los mayores genios de la Historia del Cine. Esto y otras cinco o siete obras maestras de ese calado. O tal vez más.

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