Tiempo debido

¿Quién no se ha sorprendido en una disputa imaginaria con alguno de sus críticos favoritos? Es tan fácil como incluso agradable, en compañía de amigos o a veces únicamente del pensamiento, juzgar inútil su criterio o, con aires de inequívoca condescendencia, marcar las líneas de aciertos y defectos, penetración y desvarío desde un lugar privilegiado. En nuestro momento más severo, somos capaces de ver al crítico como un animal frígido y gruñón, deprimido y sin capacidad para el placer, hundido por la exigencia y no aventajado por ella.

No es una costumbre que haya perdido yo. Con los críticos debe mantenerse siempre, al menos al principio, una relación intensa: ¿cuantas veces me he enfadado por los engoriles de Jonathan Rosenbaum? ¿Por qué Jordi Costa escoge éste y no aquél ángulo? Preguntas casi siempre vanas. Sin embargo, me pregunto qué hay en lo más íntimo del reproche común y tengo una humilde respuesta.

Escribí ya sobre la predisposición. Me sorprendo ahora considerando un factor que ya entonces trataba, el del tiempo. Y vuelvo al principio ¿qué se esconde tras nuestra decepción o desdén con aquellos críticos que, en buenos momentos, nos facilitaron destinos y nos enseñaron opiniones?

Yo creo que en el fondo de estos reproches hay algo parecido a una disputa amorosa. Como el amante de repente incomprendido y desorientado por los cambios no consultados, le decimos al crítico ¿eh, adónde vas sin mi? Como el amante, usamos el pasado como fuente de legitimidad: tú no eras así, decimos, tú antes sabías entenderme. Porque eso es lo que nos gusta de la crítica.: que nos proporciona sabiduría y nos ayuda a elaborar nuestro criterio, siendo una herramienta más útil de lo que, en tiempos de consumo masivo y subjetividad diluida, gusta pensar a los más cínicos.

¿Entonces? Viene la distancia, el desencanto, la agresividad: son otros críticos nuestros orientadores y los antiguos pasan a ser conservadores o cualquiera que sea el adjetivo que utilicemos con connotaciones negativas. Como el amante, correspondido en un pasado que solamente puede agrandarse, creemos que nos irá mejor sin ellos pero ¡ah! si el recuerdo acecha y la relectura amenaza...

"Evolucionar constituye una infidelidad: a los demás, al pasado". Es la escena más viva y más hermosa de la primera película de Jonás Trueba, 'Todas las canciones hablan de mí' (id, 2009). Las palabras no son del cineasta sino del magnífico escritor Hanif Kureishi y su Intimidad, una sobresaliente novela de adulterio.

¿No es nuestro reproche fundamentalmente incorrecto? Un crítico tiene deberes, naturalmente: necesitamos esperar de él rigor, exigencia intelectual, buena escritura, perspectiva y, cuanto más sofisticada sea nuestra visión del lenguaje cinematográfico, incluso sus propias articulaciones estéticas. Pero también debería tener derechos, y el derecho a envejecer, a cambiar de opinión, a traicionarse a sí mismo, a ver otras películas que antes pasaron desapercibidas y a ignorar aquellas que en sus días de juventud hubieran provocado su entusiasmo es uno de ellos.

¿No pasa en el amor? Se evaporan los amores de adolescencia y dan paso a otros, y a otros, y en cada mirada, un nuevo aprendizaje. El otro día tuve quizás el más insólito de los amores traicionados. Revisé la película de Steven Spielberg 'Encuentros en la tercera fase' (Encounters of the third kind, 1977).

No puedo decir que la película fuera insatisfactoria: encontré razones para explayarme en solitario sobre sus aciertos estructurales, sonoros o visuales, y no he puesto este ejemplo para que los aburridos vindicadores del cineasta me llamen snob. De hecho, me pareció interesante revisarla atendiendo al lenguaje de Spielberg, al que ya no soy, desde luego, un recién llegado. Pero en la estructura íntima de la película ya no era posible encontrarme.: la historia de un padre americano que busca la trascendencia y la encuentra en la otredad de unos alienígenas buenrolleros me aburría profundamente. Y no pasaba nada; también los críticos tienen su debido tiempo. Y por eso mismo, conviene leerlos y releerlos: porque también algún día nuestros ojos no verán asombro en los mismos cielos.

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