'Apocalypse Now', el fin de toda razón

El horror…el horror

-Kurtz

Los últimos minutos de esta película son de lo más existencialista, moralmente aterrador, formalmente al límite que un espectador puede encontrar en toda la historia del cine norteamericano. Willard, ahora cautivo de Kurtz, es el testigo privilegiado (y nosotros con él, pues siempre el punto de vista es el suyo) de un dantesco episodio del que va a ser el protagonista, muy a su pesar. Pero primero seguimos al Fotógrafo de Prensa, Dennis Hopper, que camina por un sendero por el que se cruza con soldados/guerreros de Kurtz, muchos de los cuales cargan con cadáveres mutilados, probable resultado de alguna escaramuza. Uno de los prisioneros enjaulados es Willard, a quien el fotógrafo lleva un poco de agua, y le pregunta: ¿cómo es que un buen hombre como usted quiere matar a un genio?

Realmente el personaje de Hopper es esencial para hacer que el relato se precipite hacia su final con naturalidad. Es un personaje-bisagra, que le da pistas a Willard (a nosotros). Y las frases que pronuncia, aún bañadas de LSD y enfebrecidas, son certeras a poco que uno se fije: “ese hombre tiene la mente lúcida pero el alma loca”. Lo que está haciendo es anticipar su papel a Willard, anunciarle que le pasa el testigo y que va a ser él el único que quede con vida y que pueda contar la verdad. De modo que el fotógrafo es una especia de Coppola colocado y lisérgico, que dirige a su personaje a donde quiere. Este alter-ego susurra a Willard, le guía, como un director de cine.

Pero aunque el destino de Willard parezca escrito de antemano, este personaje tendrá que pasar duras pruebas antes del final. Si quiere tener el derecho de matar a Kurtz y, o bien sucederle, o bien contar la verdad, primero tiene que conocer el horror. ¿De qué otro modo podría desempeñar cualquiera de las dos opciones? Y el horror de frente, sin paliativos. Cuando Chef (Frederic Forrester) se percata de que ha llegado el momento de pedir el ataque aéreo, tiene lugar uno de esos momentos en los que me baso para afirmar el enorme talento que posee Coppola filmando cine de horror. Una obsesiva percusión, que parece latir desde las mismas entrañas de la imagen, adereza el caminar de Kurtz, que se acerca de noche a un Willard aniquilado pero aún con vida. Es posible que al ver llegar a su reflejo, Willard crea que le ha llegado la hora. Pero algo mucho peor va a experimentar.

Imposible no enlazar esa cabeza cercenada de Chef sobre las piernas de Willard con aquel pez envuelto en el chaleco anti-balas que anunciaba la muerte de Luca Brasi en ‘El Padrino’. Resulta tentador interpretar este gesto bestial como un mensaje en el que Kurtz avisa a su prisionero de que va a tener que ganárselo sin la ayuda de otros, y sin bombas. Willard, que tiene un ataque de ansiedad, exclama muy significativamente, entre sollozos: “¡Dios!, ¡Oh, Dios!”. por eso la siguiente escena, que fue cortada para cines pero que puede verse en el Redux, es tan fundamental y fluye con tanta fuerza en el relato. Willard despierta en la oscuridad y un rayo de luz proveniente de algún agujero en el techo de su nueva celda. Despertando poco a poco, se da cuenta de que varios niños (uno de ellos, ¡el propio Kurtz, identificado así como un niño espiritual!) le observan.

Esta escena no puede entenderse sino como una resurrección en toda regla, una purificación de Willard, provocada por haber vivido el mayor horror imaginable. Se le abren las puertas de la celda (¿del cielo?), y es Kurtz (¿Dios? ¿el Diablo’ ¿Oz?) quien las abre, para a continuación leerle un artículo del Time Magazine (?). No cabe imaginar una actitud más incongruente en este momento del relato. Pero ya no estamos bajo los códigos de un relato convencional, sino en otro mundo, estética y conceptualmente. Willard queda libre, aunque bajo vigilancia, y no le permiten marcharse. ¿Podría esto interpretarse, a su vez, como un hipotético Cielo? Willard va a conocer y experimentar cosas inenarrables, en un entorno que podría considerarse, si el hombre no hubiera puesto sus zarpas en él, de auténtico paraíso.

Willard se encuentra en todo momento, salvo en su escena final, cuando ya está recuperado, en un estado de trance, entre la vida y la muerte. Así lo ha querido Kurtz para que su mente se vea libre de prejuicios y lo observe todo sin el filtro de una conciencia preestablecida. En este renacer, el espectador siente una catarsis difícil de describir. Cuando se está al borde de la muerte, pero se continúa con vida, todo adquiere más valor.

En el discurso final de Kurtz a Willard, asistimos a la constatación del horror del mundo, en una crítica feroz, sombría y descarnada al Hombre, como la figura trágica y cruel que es. Kurtz explica aquella experiencia que tanto intrigaba a Willard, cuando leyó en el dossier que había vuelto de una misión en Vietnam y todo había empezado a torcerse. Ya no queda nada, sólo los rostros de ambos. El fondo son tinieblas. Son un hablante y un receptor envueltos en la escuridad, pero iluminados por ellas. “El horror tiene rostro y debes hacerte amigo de él. El horror y el terror moral son amigos, porque si no lo son son enemigos terribles”, dice el coronel. Esto explica el tema final de la película y todo lo que esta significa.

Las personas capaces de provocar el horror no son monstruos, son hombres. Así es el ser humano. Willard se miró en el espejo y vio a Kurtz, le invocó. Coppola también coloca un espejo delante del espectador, y el reflejo no son monstruos, sino ellos mismos, la cruel criatura “dueña de la cración” llamada hombre. Kurtz es tan lúcido que es el hombre más roto que imaginar quepa. Ha visto cuál es la verdad. Ha visto de lo que somos capaces, y que detrás del dolor sólo queda dolor.

Vemos a Willard observar su propia mano y moverla. Es como si volviera a sentirla, como si fuera un ser físico de nuevo. Ha llegado el momento y lo sabe. Está restablecido y listo para cumplir su destino. Encadena a una imagen perturbadora de Kurtz recortado sobre el fondo, como una sombra. Cerca de él un caribú baja las escaleras. De esa forma Coppola les hermana. Si el sacrificio al caribú es el sacrificio del cuerpo de Kurtz, no podían hermanarse de un modo más explícito. Los lugareños proceden a un ritual de muerte, sangre y éxtasis. Willard despierta en su lancha: “por esto me ascenderían a comandante, y yo ya no estaba en su jodido ejército”. Se lanza al río a por él, zambulléndose, y emerge del lecho como una criatura surgida del principio de los tiempos.

Regresan los The Doors. Kurtz se retira a sus “iluminados” aposentos. Willard, ahora una sombra invisible para los lugareños, se interna en su templo. Como un guerrero inmemorial, Willard cumple su cometido de forma salvaje y sin juzgar. Como en ‘El Padrino’, la muerte se pone en paralelo con otro momento. Aquí es la muerte a hachazos del caribú. Cuando todo ha acabado se hace el silencio. Pero dura poco. Willard se estruja la cabeza con sus manos, como si su cabeza fuera a estallar. Regresa la música escrita por Coppola. Willard descubre el mensaje escrito por Kurtz: “lanzad la bomba, exterminadles a todos”, y se sienta en su escritorio, ante la misma máquina de escribir de Coppola.

Al salir, parece un dios sangriento, y todos se postran ante él. Inenarrable resulta esta imagen, de una fuerza estremecedora. Cuando Willard lanza su arma contra el suelo, el eco de su caída parece surgir del mismo infierno. Ve a Lance y se lo lleva, como un Dios tirano que salva a un elegido. Concluye así esta obra de arte.

Mucho se habló en su momento de su final alternativo. Pero en realidad fue concebida sin títulos de crédito al principio y al final, y las imágenes de la destrucción del campamento fueron añadidas porque se consideró que era un material magnífico. Filmado con numerosas cámaras, algunas de ellas infrarrojas, resultan una escena añadida de gran capacidad de sugerencia, quizá la perfecta conclusión a esta película imperecedera.

Hasta aquí hemos llegado con esta película. Creo que el esfuerzo ha merecido la pena.

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