Ciencia-ficción: 'La furia del viento', de Steven Lisberger

Veintiséis filmes y ocho meses es el cómputo total de lo que la ciencia-ficción que nos legaron los años ochenta ha llegado a arrojar en este ciclo dedicado al género que hoy cierra su devenir por tan fértiles tiempos con una producción que tenía todas las "papeletas" para haber terminado siendo un clásico indiscutible y un gran ejemplo del mejor sci-fi pero que, por muy diversos motivos que iremos esclareciendo en las siguientes líneas, se hundió en la más mísera de las miserias y, por arrojar un dato significativo, ni siquiera llegó a estrenarse en las pantallas estadounidenses tras su paupérrimo paso por las taquillas de Reino Unido y Australia.

Y cuando afirmo que podía haber llegado a ser uno de esos títulos de referencia cuando se habla del género en términos globales, es porque, primero, venía producido por Gary Kurzt, el que había sido socio de George Lucas en el arranque de cierta saga galáctica y que, tras diferencias irreconciliables entre la segunda y la tercera entrega de la misma había tomado su propio camino para impulsar, ya ese extraño experimento que fue 'Oz, un mundo fantástico' ('Return to Oz', Walter Murch, 1985) ya el imprescindible título de los ochenta que es 'Cristal oscuro' ('The Dark Crystal', Jim Henson, 1982).

Potencial, mucho potencial

Al respaldo de Kurtz se unía, en segundo lugar, la firma de Steven Lisberger. El realizador de 'Tron' (id, 1982) sólo había vuelto a sentarse en la silla de director en esa lamentable comedia que fue 'Persecución muy, muy caliente' ('Hot Pursuit', 1987), y su regreso a la ciencia-ficción con la que tanto nos había fascinado a comienzos de la década parecía presagiar que 'La furia del viento' ('Slipstream', 1989) iba a ser, como poco, algo grande considerando asimismo que la ambientación de la cinta situaría a la acción en un futuro post-apocalíptico de esos que el cine de los ochenta había explorado a placer y que tanto "nos pone" a los amantes del género.

Y aún hay más. De hecho, lo que convertía a la cinta en una obligada estación de peregrinaje para los locos por la ciencia-ficción. Porque si Kurtz y Lisberger no eran ya suficientes alicientes para acercarse a 'La furia del viento', que ésta fuera a estar interpretada por el mismísimo Luke Skywalker era, a todas luces, motivo de locura inmediata por cuanto a Mark Hammill no se le había visto el pelo en la gran pantalla desde que el hijo de Darth Vader nos dijera adiós junto a Han, Leia, Chewie, C3PO, RD-D2 y Lando en la celebración en Endor que daba cierre a 'El retorno del Jedi' ('Star Wars: Episode VI - Return of the Jedi', Richard Marquand, 1983).

Contando también con la presencia del Hudson de 'Aliens, el regreso' ('Aliens', James Cameron, 1986) y los cameos de Ben Kingsley o F.Murray Abraham, un último detalle venía a unirse al anuncio de algo enorme que parecía el filme, el que su banda sonora fuera a venir compuesta por uno de los músicos de cine más grandes que nos ha dado la historia del séptimo arte, el legendario Elmer Bernstein. Muchos astros parecían pues conjugarse para hacer de 'La furia del viento' un hito inolvidable de la ciencia-ficción. Y lo terminó siendo, pero por la cola.

'La furia del viento', mala...con avaricia

Siempre que hablo de los peores trances cinematográficos que he tenido que soportar, me acuerdo de 'La muerte de los soles' ('Nightfall', Paul Mayersberg, 1988), una producción basada en un relato de Isaac Asimov que, alquilada Dios sabe por qué hace casi treinta años, permanece en la memoria como uno de los filmes más horrendos a los que me he acercado a lo largo de mi vida. 'La furia del viento' no llega a tanto, pero se queda muy, muy cerca. Tanto, que durante los momentos iniciales de la revisión que le hacía a la cinta hace unos días, llegué a plantearme no incluirla en este ciclo.

Desastre por dónde queramos cogerla, la cinta que hoy nos ocupa desvela su fuerte talante de despróposito ya desde sus primeros minutos, con un montaje de principiante, atropellado, que salta de aquí para allá incurriendo en errores garrafales de raccord —con personajes que ahora están, ahora no y lindezas parecidas— y que da una sensación de sub-producto casero impropio de una producción de cierto presupuesto rodada en localizaciones naturales de Turquía e Irlanda que reproducen ese mundo asolado por las fuerzas de la naturaleza en el que las fuertes corrientes de viento son consideradas por algunos como una manifestación divina.

Asociada de forma íntima al montaje, la torpeza de la que hace gala la dirección de Lisberger denota por momentos una desgana que, no obstante, se queda a medio camino de la que exuda el guión, un libreto que bien podría ser retomado hoy en día y que, con las buenas ideas que alberga, daría para un espléndido filme en las manos adecuadas. Si a todo lo anterior sumamos unas interpretaciones de chiste —quizás, y sólo quizás salvaría de la quema a Hammill— y una banda sonora de una épica desproporcionada, se hace muy evidente el por qué del fracaso del filme y de la posterior bancarrota de Gary Kurtz, del que poco o nada se ha sabido desde entonces en la gran pantalla.

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