Cine en el salón: 'Juegos de guerra', todos quisimos ser "hackers"

Incontables. Ese es el número más aproximado que os puedo dar de las veces que, desde que se estrenara en 1983, he llegado a ver 'Juegos de guerra' ('Wargames', John Badham), una cinta que junto a otras que ya han pasado por este Cine en el salón, y las muchas que todavía están por llegar, forma parte indeleble de mi infancia. Pero, a diferencia de una gran parte de esos filmes que marcaron nuestra niñez, 'Juegos de guerra' entra en un selecto grupo reservado a un limitado corpúsculo de títulos por los que el tiempo no ha pasado como una apisonadora, llegando a nosotros treinta años después con la práctica totalidad de las bazas con las que jugó tres décadas atrás intactas.

Tanto es así, que a la hora de aproximarme a un nuevo visionado de la cinta dirigida por John Badham, el miedo a que el paso de los años haya hecho mella y que el recuerdo que de ella se tiene se haya visto engrandecido por la componente nostálgica, se disipa en cuanto la cinta arranca y vuelvo una vez más a esa sala de control en la que un par de militares controlan el lanzamiento de misiles nucleares —uno de ellos, un Michael Madsen en su primer papel para el cine que llegó a preguntarle a Badham cuando terminó el rodaje si iba a cobrar ese mismo día— y compruebo, no sin cierto grado de satisfacción, que 'Juegos de guerra' sigue enganchándome como la primera vez.

Los primeros pasos de lo que llegaría a convertirse en la cinta que hoy nos ocupa comenzaron a darse en 1979 cuando Walter F. Parkes y Lawrence Lasker, los guionistas del filme —y antiguos compañeros de universidad— empezaron a desarrollar una idea acerca de un científico con una enfermedad terminal que tiene que lidiar con que la única persona que puede convertirse en su sucesora es un chaval de trece años rebelde e inconformista. Al presentársela a Leonard Goldberg, uno de los futuros productores del filme, éste quedo encantado e incitó a la pareja de escritores a que se tomaran el tiempo necesario para investigar sobre el trasfondo que el libreto iba a necesitar.

Poco podía imaginar Goldberg que, un año después, Parkes y Lasker volvieron con un primer tratamiento del guión que nada tenía que ver con lo que habían comentado doce meses antes. En su lugar, ponían en manos del productor una historia acerca de un joven que, sin pretenderlo, se introduce en los ordenadores que controlan el NORAD, el centro de control de mando de la defensa aeroespacial estadounidense.

Lo que ocurrió en el ínterin es que en el proceso de investigación, los guionistas dieron con todo un movimiento de jóvenes brillantes que, apasionados con esa joven tecnología que eran los ordenadores, estaban llamados a convertirse los hackers del futuro. Y tanto llegó a llamarles la atención lo que encontraron que decidieron incorporarlo al guión, comenzando éste un proceso de mutación hacia lo que en última instancia terminó viéndose en la gran pantalla, con el genio de 13 años convertido en un adolescente de 18, y la relación del científico con el chaval aún presente en la que tendrá lugar entre Falken —como siempre, un espléndido John Wood— y ese David Lightman que suponía el segundo papel en la gran pantalla para Matthew Broderick.

Uno de los datos más curiosos que se derivan de todo el proceso creativo por el que pasaron Parkes y Lasker durante la redacción del guión de la cinta es que, durante bastante tiempo —casi hasta que la cinta entró en pre-producción— ambos tenían claro que Stephen Hawking, la figura que había inspirado al personaje del científico con una enfermedad terminal, tenía que encontrar su reflejo preciso en el filme, esto es, que su contrapartida cinematográfica debía ir en silla de ruedas, algo que terminó cambiándose por simples motivos logísticos de cara a la secuencia final en el NORAD. Unido a ello, un detalle que llama aún más la atención es el artista en el que los escritores pensaron para interpretarlo, un John Lennon que, al parecer, llegó a interesarse por el papel antes de su asesinato en 1980.

Y si todo lo relacionado con la pre-producción resulta curiosísimo, no lo es menos lo que rodeó a las dos primeras semanas de rodaje, ya que el director inicialmente adscrito a la cinta era Martin Brest, un cineasta cuya intervención había sido crucial para que el personaje de Ally Sheedy perviviera más allá del segundo acto —algo que no pasaba en el guión— pero cuya visión sobre lo que había que hacer con el material de Parkes y Lasker le había llevado primero a despedirlos y en segundo lugar a dirgirlo por un cariz tan oscuro que los ejecutivos de la United Artists decidieron no seguir contando con él 12 días después de haber comenzado la filmación.

Fuera Brest —que un año después dirigiría ese taquillazo que fue 'Superdetective en Hollywood' ('Beverly Hills Cop', 1984)—, y aunque alguna escena rodada por él quedó en el montaje final, la incorporación de John Badham jugó muy a favor de aligerar el tono de la cinta, dándole un mayor tratamiento de espectáculo de palomitas destinado a un público juvenil. Ello no quita, no obstante, para que 'Juegos de guerra' sólo se limite a eso, a ceñirse a un público objetivo y pierda de vista a la gran masa que queda al margen, atesorando sus casi dos horas de metraje un regusto que la hace apropiada a cualquier edad y que, en cierto modo, es directo responsable de su resistencia al paso del tiempo.

En favor de dicha resistencia entran en juego, no cabe duda, la espléndida dirección de Badham —quizás no sea brillante, pero el cineasta sabe perfectamente como llevar a buen término la totalidad del guión—; un guión capaz de conjugar sin estridencias la componente juvenil del relato, con carga más dramática del mismo, ya sea en lo referente al personaje de Falken, ya en la gravedad real que comportan los juegos de David; las interpretaciones de todo el elenco destacando, cómo no, la de un Matthew Broderick cuya naturalidad hace creíble al geek que es Lightman y la sorprendente intervención de Dabney Coleman, alejado aquí de los papeles cómicos por los que siempre será más reconocido; y, por último, la música de Arthur Rubinstein, basada en un pegadizo motivo de seis notas asociado a David sobre el que orbita el resto del simpático score.

Resulta obvio, y no me duele en prenda admitirlo, que siendo una cinta high-concept de hace treinta años, la tecnología que se nos muestra pueda parecer antediluviana a unos ojos que nunca llegaron a posarse sobre un disco flexible o que jamás han visto un monitor monocromo. Pero aún con el salto brutal que se ha producido en el mundo de los ordenadores en los treinta años que han transcurrido desde el estreno de 'Juegos de guerra' —treinta años que han convertido en realidad lo que en la cinta sólo era ficción, y me estoy refiriendo a lo del teléfono para conectarse con otros equipos—, la cinta mantiene intacta la actualidad de su discurso. De hecho, será interesante ver lo que hacen con ese rumoreado remake que supuestamente dirigirá Seth Gordon y observar si una nueva versión de la historia tiene la misma capacidad de aguantar el peso de los años que este clásico de los ochenta.

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