'La invención de Hugo', mi viaje por los orígenes del cine


Esta noche de Oscars merece la pena recordar la película que debería ganar todos los premios. Sobre esta película han escrito ya Zorrilla y Maldivia.

En su última película, Martin Scorsese filma con una belleza insólita. Insólita por dos razones: la primera es porque lo hace en 3D, siempre presto a efectismos y debido a unas decisiones industriales un tanto discutibles, la segunda es porque su película no es tanto una obra maestra, otra más en su vasta carrera, sino un testamento cinematográfico sobre sus orígenes (como espectador), un manifiesto teórico disfrazado de cine para niños.

Martin Scorsese acaba de desmantelar, y esto es complicado, todo el cine para niños, especialmente ‘Super 8’ (id, 2011), pero también toda esa cinefilia deshecha con ‘The Artist’ (id, 2011) o ocupada en amar los ejercicios adolescentes de Quentin Tarantino con el mismo énfasis. Su película para niños ya no persigue esa quimera un poco infame (contentar a niños y adultos), sino que realmente es un relato que los niños disfrutarán con llaneza y vigor, pero que es capaz de desarrollar todas sus capas profundas en un espectador adulto que se encontrará con una película extraña: no se le pide que recuerde con nostalgia los amores preadolescentes o que reduzca toda su vida al insufrible esquematismo del cuento de hadas, sino que use esos esquemas para subvertirlos en toda curiosidad que rodea a la infancia, pero sin que esquive el dolor. En la primera mitad de la película, vemos las lágrimas de Hugo recordando a su padre, vemos a la Muerte como una interrupción siempre inútil e indeseada, vemos todo lo contrario a lo que entendemos (o entendimos) como un final feliz.

En pocas palabras, La invención de Hugo es tan sofisticada que uno se siente golpeado por su fotograma final. Las simetrías visuales son desternillantes. Tenemos vibrantes reescrituras de Buster Keaton, algunas mediante el personaje de Sacha Baron Cohen, y otras más sofisticadas para el espectador despistado. Tenemos también el placer del montaje, de las imágenes de archivo, se llegan a solapar los fotogramas de Mélies con la reconstrucción de los mismos y todo esto sin renunciar a unos exuberantes planos secuencia, punteados por un score de un inspirado Howard Shore, perfectos para el 3D que emplea con astucia Scorsese.


El guión de John Logan no es un gran guión. Sí, los personajes van de un lugar para otro, incluso llegan a tiempo para cerrar los agujeros y que no los pensemos. Pero no importa. Esta película es un poema de Scorsese y Logan cumple con las excusas narrativas (cerrar todas las historias siguiendo el libro original) mientras que Scorsese, ya liberado, se dedica a perder convenciones a lo largo de todo el metraje. El argumento es sencillo e incluye al tierno y dickensiano Hugo Cabret (Assa Butterfield) y su viaje por descubrir qué diantres oculta el autómata dejado por su fallecido padre (Jude Law) y por qué irrita a George (Ben Kingsley), un huraño restaurador de juguetes rotos que trabaja en la estación en la que vive Cabret, programando el reloj. Su amistad con Isabel (Chloe Moretz), la ahijada de George, le embarcará en una aventura definitiva en la que tendrá que esquivar al jefe de estación (Sacha Baron Cohen), ocupado en cazar hurtos y enviar niños huérfanos al orfanato.

Una de las obras maestras indudables de Scorsese es ‘Mi viaje a Italia’ (Il mio viaggio a Italia, 1999). En esas cuatro horas, lo que hace Scorsese es sintetizar su teoría, cosa bastante difícil y explica su viaje a través de su infancia y a través de su comprensión de cineastas como Rossellini, Visconti, De Sica, Fellini o Antonioni. Ha detectado ya la inteligencia de Jordi Costa como esta película anómala une estas dos vertientes.

No es el único documental cinéfilo de Scorsese, pero si el más rotundo. Scorsese ha sido siempre un cineasta extraño. Cosmopolita, ocupado en la preservación de películas, espectador curioso siempre y ocupado en reivindicar figuras incómodas para una cinefilia oficialista y perezosa (desde todo Rossellini hasta los descubrimientos de cineastas como Edward Yang, todavía ignorados) o en reconocer el tino de algunos de los cineastas a los que influyó (Wes Anderson, cuya carrera parece llevar la ruta opuesta a la de Scorsese, ocupado como está en el solipsismo).

Y el viaje de la película empieza con el desvelo en la sala de cine, viendo una película maravillosa de Harold Lloyd. ¡Y no ven los niños la película entera y qué brillante decisión es! Porque la vida es con frecuencia así de incompleta y el primer desvelo es una primera tentativa y mientras que Hugo Cabret no deja de mirar, su amiga Isabel no ha dejado de leer. Ambos descubrirán una biblioteca de Cine donde aprenderán cosas mejores: que el cine es también historia, que la historia debe escribirse y pensarse para ser comprendida, pero también corregirse y que el cine es memoria y olvido y también un lenguaje que se ha levantado sobre el montaje. El viaje de los niños es el viaje de Scorsese, pero también es un viaje contemporáneo: de como llegamos a la literatura, de como aprendemos a ver cine, y de como, finalmente, miramos en retrospectiva.

En definitiva, esta película es sobre vida, literatura, cine, temas indudablemente anacrónicos y bellos. Sobre la manera en la que miramos y nos enfrentamos a la Historia. Alejado de esa pretensión inocente (que el cine es una mera fábrica de sueños, porque el cine es siempre la proyección de unos cuantos sueños que luego se descubren colectivos o que el arte tiene mucho de colectivo y a la vez de individual y todas esas tensiones no las esquiva Scorsese), el director da algo más: un conjunto de historias personales con las que forjar un lenguaje, una serie de imágenes capaces de desvelar cosas y un retrato de unos personajes heridos sobre los que tejer un vibrante relato sobre el peso de la muerte en nuestras vidas. La Primera Guerra Mundial pesa en todos y cada uno de los personajes, la Primera Guerra Mundial es también el miedo (expresado en un plano general vibrante en el que Scorsese deja que el slapstick se convierta en drama) y es también fracaso y es también cambio. El cine no es una fábrica de sueños, el cine es también una toma de conciencia y en esto Scorsese está absolutamente solo en Hollywood.

La mirada es importante. Lo supimos ya con el huracán afrancesado y godardiano que abría ‘Malas Calles’ (Mean Streets, 1972) o aprendiendo a mirar de nuevo con los protagonistas de ‘El rey de la comedia’ (The King of Comedy, 1981) o ‘Jo qué noche’ (After Hours, 1985). La mirada de Scorsese forja a Henry Hill desde su ventana en ‘Uno de los nuestros’ (Goodfellas, 1990) pero aquí, envejecido, generoso, decide algo más: que esa mirada cargue de sentido toda su memoria, sobretodo cinéfila pero no despegada de la vida, y que la encuentre con sorpresa, de nuevo. Y bajo la mirada de Scorsese hay espacio para mucho más, claro, desde un París marcado por el rasgueo inconfundible de la guitarra de Django Reinhardt, la atenta mirada de Chaplin, siempre en el reojo de todos los carteles, o esa historia de amor, homenaje tiernísimo y nada obvio al cine mudo, entre dos señores de mediana edad en la estación, en la que Scorsese concede que no solamente basta con Keaton sino que también merece la pena no olvidar a Tati, justamente citado en la primera parte de la película.

Como ‘El Moderno Sherlock Holmes’ (Sherlock Jr, 1924), como ‘El Desprecio’ (Le Mépris, 1963) o ‘Pierrot El Feo’ (Pierrot le fou, 1965), esta es una película que reconoce en el cine una forma incompleta de ensayar la vida, como ‘El Maquinista de la General’ (The General, 1926) o ‘Mi tío’ (Mon Oncle, 1959) esta es una película que reconoce la aceleración industrial como una fuente de torpeza que también puede derivar en una extraña y hermosa forma de resistencia, como aquél ‘Viaje a la Luna’ (Le Voyage dans le lune, 1902) o ‘Ciudadano Kane’ (Citizen Kane, 1941) una imagen puede generar un espectáculo imposible.

Es decir, una obra honda, insobornable, maestra.

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