'The Artist', el cine mudo somos todos

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Los hermanos Weinstein son, snif, orondos donadores de amor. En 1998, sedientos por esos Oscar que había convertido en naufragio triunfal el titánico James Cameron, encargaron a un equipazo de actores y a un funcionario cineasta un ‘Shakespeare enamorado’ (Shakespeare in Love, 1998) y mandaron al pueblo, fiel habitante de la multisala cuando achucha el temporal, un mensaje universal: Shakespeare somos todos, porque Romeo y Julieta somos todos. La película no era mala, ojalá, era sencillamente equivocada, pero los hermanos Weinstein, todavía usureros e insatisfechos de Oscars, tenían un plan maestro detrás al colocar a Tom Stoppard en el libreto, que serviría para generar unas dosis ingentes de sonrisa y parodia. Este año también hay otro drama shakespereano, pero el tema no procede en estas líneas porque de lo aquí vengo a hablar es de ‘The Artist’ (id, 2011), esta cinta/fenómeno que han comprado los señores en Sundance y que trae otro mensaje feliz a todos nosotros: el cine mudo somos todos.

Toma ya. Lo cierto es que Jonathan Rosenbaum, un maestro, y yo rara vez nos ponemos de acuerdo con tanta precisión, suya es la generación de los padres políticos y del morir con las botas puestas de la dialéctica, pero aquí coincidimos: la apropiación del score de ‘Vértigo’ (id, 1958) en una de las escenas clave de la película no solamente me pareció inadecuado, gratuito y profundamente idiota sino que me sacó de la película inmediatamente.

La historia es sencilla: una estrella del cine mudo, George Valentin, se enamora de la perfecta desconocida Peppy Miller. Como esto es Hollywood, y ellos se enamoran y el cine mudo se derrumba, la ironía salpicará a Valentin, llevando el final de su medio a la decadencia y propulsará a Miller, con papeles protagonistas que encorvarán una historia de amor donde también el aire turbio de la relevancia en los focos y las cámaras juega un gran papel.


¿Cuántas veces hemos visto esa historia? El Hollywood de los sueños rotos. El mundo del espectáculo de los sueños rotos. ¿Cuantos Mankiewicz hacen falta para que se considere evidente? Aunque es obvio que el modelo de la película, apropiado sin piedad, es otro. En fin, tras tantas versiones de ‘Ha nacido una estrella’ parece que otra, un poquito más ingeniosa apriorísticamente, ya les da a los Weinstein para trabajar su maquinaria de propaganda, premios y buen negocio. Bien está. La película descubre dos actuaciones muy dulces, las de un irresistible Jean Dujardin, un actor con una interminable capacidad para resultar encantador que uno espera que actúe en más comedias, y Berénice Bejo, perfectos para una pareja de apuestos protagonistas perdidos en un Hollywood que antes que real resulta otro cliché fílmico, casi modelado a partir de ‘Cantando bajo la lluvia’ (Singing in the rain; 1952) que también hablaba de un cine que se acaba, por otra parte, y de una estrella del cine mudo, y de una edad dorada, y lo hacía, os recuerdo, con mayor estilo y enjundia y con novedades narrativas mucho más interesantes.

Pero volvamos al score de Vértigo. La película no es conforma con la ruptura constante de la gramática del cine mudo al que decide homenajear, supongo que no pasa nada porque, disculpad, dudo mucho que ahora se revele la cinefilia como una amante inquebrantable de ‘Amanecer’ (Sunrise, 1927) de FW Murnau, por ejemplo. Más bien, la película juega con la obvia asociación del cine mudo con el slapstick (véase: Harold Lloyd, Buster Keaton y Charles Chaplin: aunque sin ahondar en sus poéticas) y aunque contenga audacias visuales (Como la obertura) carece de cualquier rigor.

Vale. Asumamos que esa no es la intención. ¿Entonces en qué consiste el homenaje? Exactamente en la escena del score de Vértigo que tanto parece complacer a la gente: en confundir el pasado en uno, sin un discurso autoral lo suficientemente potente o poético. El score de Bernard Herrmann, apropiado sin vergüenza, da una idea exacta de lo que Michael Hazanavicius piensa de la memoria cinéfila, suya o de los demás: todo está al servicio del efectismo, justificado por el tono dulzón y encantador de sus protagonistas y todo carece de contexto alguno. Donde Herrmann compuso una banda sonora para poner al servicio de una idea profunda de arte, de lo que yo diría que es un duelo de pulsiones entre él y Hitchcock (no diría que Herrmann es menor a Hitchcock en presencia en su obra maestra) usando el ritornello en una película que habla del pasado, de la obsesión, de los fantasmas, aquí de lo que se trata es de ponerla al servicio de una discusión y un fracaso, de un drama de una estrella de cine.

Tamaño gesto me parece poco menos que una idiotez considerable y habrá quien confunda esto con homenaje. Honestamente, con homenajes así no hacen falta parodias ni farsas; pero voy más allá: esta película es poco menos que una serie de simpáticas peripecias para gente con poco o nulo interés en la Historia del cine, una historia de amor con dos personajes más encantadores que con algún tipo de construcción psicológica (justificando la forma así, el escaso dibujo que obtenemos de todos – arquetipos y apropiaciones antes que personajes interesantes) y un entretenimiento convencional con destellos de ingenio que, supongo, será confundida debidamente con algún tipo de excentricidad o de proyecto artístico.

No lo creo, aunque mis compañeros Caviaro y Maldivia discrepan y así lo escriben.

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