'Premonición', la frustrada secuela de 'Seven'

‘Premonición’ es el título que ha recibido en nuestro país ‘Solace’. El original, que significa “consuelo” y va mucho más acorde con el argumento del film, se pierde en uno mucho más impactante sin tener en cuenta que se puede confundir con otras dos películas tituladas de idéntica forma. Al margen de los deslices que comete el individuo —imagino que es uno solo, orgulloso de su trabajo, cuando va por la calle con el pecho henchido y el culo prieto— que se encarga de “traducir” los títulos, nos encontramos ante un thriller que habría triunfado en los noventa.

De hecho, el guión de ‘Premonición’ estaba pensando en un principio para ser una secuela de ‘Seven’ (íd., David Fincher, 1995), el thriller de gran éxito que reformuló las claves del género, siendo imitado hasta la saciedad. En dicha secuela el detective al que daba vida Morgan Freeman recibía de repente un regalo divino: ser psíquico. Fincher se escandalizó por tal idea, rechazando el planteamiento de inmediato. Veinte años después, el guión se pone en imágenes sin tener la más mínima relación con ‘Seven’, pero indudablemente bebiendo de ella.

(From here to the end, Spoilers) Jeffrey Dean Morgan y Abbie Cornish dan vida a dos policías que deben enfrentarse a un asesino en serie bastante peculiar. Como es habitual en este tipo de películas, tiene problemas para dar con él, de hecho, apenas tienen pistas, por lo que recurren a la ayuda de un viejo amigo con poderes psíquicos, que no es otro que Anthony Hopkins con una extraña peluca, y su habitual registro de miradas, gestos y discursos/monólogos que tan bien recita.

El mayor atractivo de ‘Premonición’ es, sin lugar a dudas, su efectivo reparto, aunque lamentablemente los personajes a los que dan vida están muy por debajo de las posibilidades interpretativas. Hopkins, Dean Morgan, Cornish, y un juguetón, como suele ser habitual en él, Colin Farrell, que da vida a un serial killer con argumentos para sus actos que suponen el dilema moral de un film que se pierde, como casi siempre, en efectismo varios y una puesta en escena equivocada.

Quien mucho abarca...

El problema de la película, que bordea continuamente el ridículo, es querer abarcar demasiadas cosas, y podría haber funcionado con todas. A la parte de thriller, que está muy lejos de la solidez narrativa de Fincher, quien jamás habría echado mano de los flashes tan efectistas que aquí hay cada dos por tres, hay que sumar la historia personal de Joe (Dean Morgan) y su enfermedad, la de Clancy (Hopkins) y su pasado traumático con su hija, y cómo no, el dilema que presenta el film: matar a alguien que tiene una enfermedad terminal es un acto de buena fe.

De ahí el título original. El consuelo al que se refiere no es sólo el de la víctima, también el de las personas que sufren a su lado. Un tema tan espinoso se ventila con un tramo final, supuestamente sorprendente y que tira de giros de guión bastante previsibles. Además se desaprovecha el enfrentar a dos mentes brillantes —por muy tópico que sea— razonando sobre la dificultad máxima de los mayores actos de amor. La eutanasia convertida en asesinato, el crimen justificado en un acto de amor. Tan tendencioso como comprensible.

El film enseguida pierde gas, sobre todo al poco brío narrativo del director brasileño, más interesado en dotar a su film de un toque videoclipero y un arbitrario uso del formato scope —que muchos utilizan sin el más mínimo sentido estético y narrativo—, lastrando todas las posibilidades de un film que hace veinte años habría tenido una mayor promoción, y su estreno no habría sido el último en su país de origen. The Times They Are A Changin’, que decía el poeta.

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