Especial Frankenstein (III): 'La maldad de Frankenstein' de Freddie Francis

Tras el fracaso, inmerecido, de la extraordinaria ‘The Revenge of Frankenstein’ (Terence Fisher, 1958), la Hammer no volvió a abordar el universo del Doctor Frankenstein hasta varios años después, esta vez con un ejercicio que rendía homenaje a los clásicos títulos de Universal. De hecho nos encontramos ante el film más apartado de lo que la productora británica tenía pensado hacer con el barón y sus criaturas. Tanto Terence Fisher, por encontrarse en Alemania, como Jimmy Sangster, por no interesarle el tratamiento, no estuvieron implicados en esta entrega.

Se echó mano de Freddie Francis, el único director que trabajó para todas las productoras británicas especializadas en terror, pero conocido sobre todo por ser el director de fotografía —ganador de dos Oscars— de numerosas películas, entre ellas la imprescindible ‘Suspense’ (‘The Innocents’, Jack Clayton, 1961). Francis venía de completar sus dos primeros films sobre la llamada trilogía psicológica que reunió a Francis con Sangster en tres estimables films: ‘El alucinante mundo de los Ashby’ (‘Paranoiac’, 1963), ‘El abismo del miedo’ (‘Nightmare’, 1964) y ‘Hysteria’ (íd., 1965).

Homenajeando a la Universal

Universal llegó a un acuerdo con la Hammer para distribuir e film en los Estados Unidos, además aceptó ceder los derechos del maquillaje que hizo tan popular a Boris Karloff. Dicha decisión es probablemente el error más grande en el film que nos ocupa. La excesiva herencia del mítico monstruo de los films de James Whale hace inevitable una comparación en la que la presente sale perdiendo, pero no sólo por el aspecto físico, sino por el tratamiento de la criatura en sí.

Kiwi Kingston tiene la difícil tarea de hacernos olvidar a Karloff, tarea harto imposible, aunque la culpa no es suya, sino del horrendo maquillaje. Afortunadamente Francis logra llevar el relato por lugares que se acercan y alejan, al mismo tiempo, no sólo de los títulos clásicos de la Universal, sino también de las dos entregas previas de Fisher, con las que ‘La maldad de Frankenstein’ no tiene nada que ver argumentalmente, salvo por el hecho de que Frankenstein está interpretado por Peter Cushing, sin duda una de las grandes bazas del film.

Aquí, mediante un extraño flasback —tal y como había sucedido en el primer título de la saga— nos enteramos del fracaso del barón a la hora de crear vida a través de la muerte. Con su nuevo ayudante Hans —un algo despistado Sandor Elés— vuelve al lugar de los hechos, huyendo, cómo no, de la incomprensión social de otros lugares, uno de los elementos característicos en toda película sobre Frankenstein. Casi como por arte de magia, llámese también casualidad extrema, el barón descubre a su criatura en perfecto estado de congelación —detalle éste que empareja el film con el tercer título sobre Drácula, también a manos de Francis—. Todo vuelve a empezar.

Lo viejo y lo nuevo

‘La maldad de Frankenstein’ casi parece un remake de los films de la Universal, ya a pesar de su ritmo irregular —afortunadamente el film va mejorando según avanza—, se añaden elementos de lo más interesante y provocativo. Debido a que el cerebro de la criatura está dañado, Frankesntein debe echar mano de un hipnotizador de feria llamado Zoltan —un muy convincente Peter Woodthorpe—, quien se hará con el control absoluto de la criatura. Impagable el instante en el que la envía al pueblo a robar oro, y el lugar elegido es una Iglesia. La Hammer siempre con su encantadora irreverencia religiosa.

Así pues, la figura del hipnotizador, o la muchacha sordomuda que ayuda en cierto momento al barón y su ayudante a esconderse de sus perseguidores, son personajes nuevos, en cierto modo fascinantes, que al igual que el barón o su propia criatura, sufren el rechazo social, sin duda una de las consecuencias de la ignorancia del ser humano, que teme o desprecia aquello que no entiende. El productor Anthony Hinds, bajo su conocido seudónimo John Elder, se encarga de reforzar ese detalle en el guion.

Francis logra crear un largo clímax final, lleno de fuerza y violencia, que enfrenta definitivamente al barón con su creación. La fotografía, obra de John Wilcox —seguramente siguiendo indicaciones de Francis— alcanza su máxima expresión, intentando huir de lo gótico, en las secuencias del laboratorio —atención al sugerente travelling antes de devolver vida a la criatura— y en ese duelo final entre las llamas purificadoras. El desenlace es ambiguo, de forma que la saga pudiera tener continuidad. Terence Fisher volvería a ella para llevarla por senderos inimaginables.

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