Ingmar Bergman: 'Juegos de verano', evocando el amor perdido

"El origen es un episodio amoroso, bastante conmovedor si lo miro retrospectivamente, que viví durante uno de los veranos que pasó mi familia en la isla de Ornö" - Ingmar Bergman

Cuando un director filma con apatía, por mucho talento del que disponga, se nota. Y mucho. De la misma manera, se nota cuando dirige con alegría, con interés, aunque quizás el material no sea el idóneo para él. En el caso de 'Esto no puede ocurrir aquí' (‘Sånt händer inte här’, 1950) da la sensación de que aunque Bergman hubiera escrito una historia mejor, y hubiera contado con un reparto más ajustado, tampoco estaríamos ante una gran película por la desidia desplegada en pantalla. Pero en el de su siguiente película, filmada el mismo año, pasa justamente lo contrario. Al cineasta sueco se le percibe mucho más feliz de crear imágenes con una cámara. Pero es que, además, la historia y los personajes de 'Juegos de verano' ('Sommarlek', 1950) son mucho más ricos, exactos y complejos, con lo que obtenemos una película infinitamente más estimulante, que nos devuelve, en estos primeros compases de su carrera, al Bergman más valioso, ya dispuesto a pasar con energía a una nueva etapa de su carrera, o directamente ingresando en ella, dejando de lado los simbolismos y las servidumbres teatrales, enamorado de la misión del realizador cinematográfico.

Perteneciente (por su precisa observación del entorno natural, por la luminosidad de las escenas veraniegas, por la presencia y la importancia de la luz solar, tan fugaz en el territorio sueco, por la evocación de un amor imposible que jamás volverá...) a la apócrifa "trilogía de verano", junto a 'Un verano con Mónica' (Sommaren med Monika', 1953) y 'Sonrisas de una noche de verano' ('Sommarnattens leende', 1955), el décimo filme de Bergman significa un torrente de imágenes de gran frescura y libertad creativa, probablemente el más eufórico y al mismo tiempo el más melancólico de todos sus filmes hasta la fecha, como si sus recientes tropiezos (o fracasos parciales, sobre todo en lo estético, que es lo que nos importa aquí), le hubieran obligado a recapacitar gravemente sobre sus posibilidades como creador de películas, replanteándose sus limitaciones y regresando, de una vez, a recuerdos vivísimos de su propia adolescencia solitaria (nunca dejó de ser un solitario, ciertamente...), que evoca con la paciencia y el detallismo esperables en un artista de gran sensibilidad, capaz de indagar en los recuerdos más tiernos, los que en el presente se vuelven tan dolorosos.

Se nos revela, por tanto, el gran Bergman, en el que es difícil (por no decir casi imposible) separar optimismo de pesimismo, felicidad pura de tristeza arrasadora, con el presente siempre pendiente de ajustar cuentas con el pasado, y con los primeros amores como definidores de nuestro aprendizaje emocinal y de nuestra relación misma con la existencia. La esencia del drama es, casi siempre, la de no poder gozar del presente con serenidad, y las más bellas y trágicas criaturas de Bergman le echan siempre la culpa a Dios de los momentos más tenebrosos de sus vidas, incapaces de adaptarse a las vicisitudes de la vida, ni de apreciar los caminos que se les han abierto por ellas, o la fuerza que han desarrollado para poder vencerlas. Pero no solamente eso, el mejor Bergman, el más emocionante (y al que por tanto jamás se puede acusar de críptico, pues el cripticismo es uno de los enemigos principales de la emoción), es el que, más que emplear los elementos de la naturaleza como un símbolo, los utiliza como expresión visual de una realidad viva, cercana y auténtica. Y aquí el agua, la luz, las nubes, los pájaros, se erigen en parte esencial de la partitura con la que Bergman busca una representación del mundo y de los sentimientos de su bailarina.

Escupir a Dios

La bailarina que comía fresas, que estaba enamorada del mundo, cayó en desgracia íntima y triunfó en su profesión, y aunque tiene muchos motivos para vivir una vida plena y feliz junto a su nueva pareja, viaja al pasado continuamente (enormes flash-backs jalonan esta historia, y es admirable cómo están resueltos) y esa tensión psíquica, que Bergman compuso como nadie en el rostro, en la mirada, de sus actores, no abandona jamás la interpretación de una sensacional Maj-Britt Nilsson, en la que sería su penúltima colaboración con el cineasta, y probablemente su papel más complejo y más redondo. El director nos hace partícipes del paso del tiempo, asistentes privilegiados de la búsqueda de un personaje que conoce lo despiadado y casual de la muerte a muy temprana edad. Y es hermoso cómo se esculpe en su cuerpo, en sus rasgos de personalidad, el aprendizaje de que no somos más que humo y de cómo se niega volver a ser feliz porque sabe que todo es pasajero. Quizá la misión de un artista es sublimar los momentos de alegría frente a lo grisáceo de la existencia, algo que precisamente no logran hacer muchos personajes y muchas personas, para los que el vaso siempre está medio vacío en lugar de medio lleno.

Y así Birger Malmsten, habitual de esta primera etapa bergmaniana, clava esa figura evocada, perdida para siempre, con su languidez y su presencia etérea, pues en su mirada perdida podemos sustituir la mirada compasiva del propio director. Las escenas en las que ambos comparte un verano mítico son tan dolorosas que dan miedo: pedazos de una vida que nos parece tan real, o más, que la vida misma. Son universales porque creo que cualquier persona en el mundo puede sentirse identificado con ellas, aunque no haya vivido nada semejante, pues el cine las hace posible para todos los espectadores. Por fin Bergman consigue construir un todo, pese a los numerosos retornos al pasado, cosa que no ocurría en, por ejemplo, 'La alegría' (‘Till glädje’, 1950), y el relato no se dispersa, sino que se enriquece haciendo uso de las elipsis temporales, dando indicios de que ya es un narrador poseedor de las herramientas y sobre todo del instinto de malear el tiempo y el espacio a su antojo, sin que se erosione la verdad que emana de sus personsajes.

Ahora sí que Gunnar Fischer, el director de fotografía, desarrolla su labor en total sintonía con el director, preparando el terreno para la aún más perfecta (en síntesis, la primera obra maestra de su director) 'Un verano con Mónica', apropiándose de los elementos escénicos, más que limitarse a iluminarlos y darles forma cinemática. El blanco y negro de esta historia es magnífico, pero también es magnífico el sentido de la composición, que entronca con los operadores más aventajados de los años cincuenta en la Europa post-neorrealismo, con un estilo mil veces imitado en dramas mucho menos potentes de los años sesenta y setenta por operadores que pocas veces han reconocido el magisterio y la capacidad de trabajo del de Ljungby. No es de extrañar que Bergman siempre recordase el rodaje y la existencia de esta película con mucho agrado, porque en ella se rastrean muchos de sus propios recuerdos convocados con dignidad y pasión, y se exorcizan algunos demonios de una etapa no particularmente feliz de su vida.

Conclusión

Notable filme bergmaniano, de factura excelente y que se puede ver muchas veces, y siempre con gran placer, justo antes, quizá, de volver a ver 'Un verano con Mónica'. Pues a su modo funciona como un borrador o un prólogo de esa maravilla de la que hablaremos dentro de poco, justo después de comentar 'Tres mujeres' ('Kvinnors vantan', 1952), un interludio de lo más gratificante.

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