Ingmar Bergman: 'Música en la oscuridad', desde el melodrama a la tragedia

Ingmar Bergman: 'Música en la oscuridad', desde el melodrama a la tragedia
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"Mi único recuerdo de este film es que pensaba: asegúrate de que no hay partes aburridas; mantén el entretenimiento. Ésta era mi única ambición"

Entre el melodrama y la tragedia, como tonos narrativos, media un abismo. No me estoy refiriendo ahora a los géneros, que a fin de cuentas no representan otra cosa que etiquetas comerciales, me refiero a la mirada y a la puesta y en escena del director. El melodrama, como su nombre indica, es un cine que se apoya excesivamente en la música para lograr un efecto sentimental en el espectador. Muy pocos lo han dominado y han dirigido obras notables o elegantes, y la mayoría se ha entregado a ese sentimentalismo forzado que, a día de hoy, me parece a mí, tan poco tiene que ofrecer. La tragedia, por otro lado, es mucho menos comercial que el melodrama, no evoca los peores resortes del espectador (sufrir con uno mismo en base a inexistentes "nobles" sentimientos) sino los mejores (sufrir con los demás, compadecerles, a pesar de sus "terribles" defectos), y propone una feroz y descarnada visión del mundo y del hombre. Es, por tanto, una forma narrativa y de creación mucho más elevada, compleja y oscura que el melodrama.

Los primeros filmes de Bergman, situados en la inmediata posguerra, enclavados en una industria tan conservadora a todos los niveles (técnico, temático, narrativo, de distribución, de tradición) como la sueca en los años cuarenta, son melodramas. Filmados con la pericia de un hombre de gran inteligencia, y con la sospecha de que ese hombre pronto sería un gran director de cine, pero sometidos al vasallaje de las convenciones de su época. Es decir, melodramas académicos, ya lo hemos dicho cuando los hemos comentado, en los que a veces se perciben trallazos de audacia formal o decisiones visuales que comienzan a erosionar ese academicismo y ese enconsertamiento narrativo que tanto daño ha hecho, bajo mi punto de vista, al cine. En su cuarta película, 'Música en la oscuridad' ('Musik i mörker', 1948), Bergman por fin consigue acercarse a una concepción de la tragedia y empieza a dejar atrás esas servidumbres y alcanza una tragedia que, si bien no es del todo redonda, sí aprovecha al máximo el pobre guión en que se basa y conmueve con la fuerza expresiva de un director casi en plena posesión de facultades.

Primer personaje bergmaniano

Hasta ahora los protagonistas de las tres películas previas del cineasta, tanto hombres como mujeres, distaban mucho de esa escultura en tensión psicológica y física a la que nos acostumbrará en futuras obras maestras. El personaje central de esta historia es otra cosa. Existe una austeridad mucho mayor por parte de Bergman a la hora de dibujar a este soldado malherido, por nombre Bengt, aunque su peripecia es mucho más dolorosa: se queda ciego tras un bestial accidente, provocado por intentar ayudar a un perro en el peor de los paisajes posibles. A partir de ahí intentará ganarse la vida, en un mundo de oscuridad que es mucho más interior (puro Bergman) que exterior, de tal forma que los condicionantes físicos son una expresión aparente de la orfandad anímica de este individuo, por el que Bergman siente una admiración sin complejos, y así lo demuestra en varios pasajes de la película, aunque sin llegar a idealizarle, lo que le honra. Al ser abandonado por su antigua novia, conocerá la dulzura extrema de otra mujer, una hermosa sirvienta (de nuevo, puro Bergman) de nombre Ingrid, que se convertirá en su apoyo vital absoluto.

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Creo que si el guión hubiera gozado de una mayor enjundia (fue escrito por Dagmar Edqvist, basado en su propia novela, y luego reescrito en parte por el propio Bergman, lo que dice mucho al respecto), y si Bergman hubiera dominado todos los resortes técnicos, sobre todo del sonido, como hará algunos años más tarde, este podría haber sido un verdadero gran Bergman. Desgraciadamente, la dispersión hace acto de presencia, y solamente puede apreciarse verdaderamente la fuerza de capítulos aislados, que no logran afianzarse todo lo deseable entre ellos. Episodios como la búsqueda de empleo de Bengt, que terminará siendo pianista de un bar por poco tiempo, así como su reencuentro con su antigua novia, o bien su posterior empleo como afinador de pianos, demandaban el genio narrativo que todavía se encontraba agazapado, esperando el momento para saltar a la pantalla. Así mismo, se reencuentra con el tema de la pareja cuya felicidad es puesta a prueba por la presión social, tema ya visto en sus tres anteriores películas, pero con mucha mayor personalidad y solidez.

Ambos actores protagonistas son llevados al paroxismo interpretativo gracias a un Bergman que al menos en dirección de actores (estrenaba dos obras diferentes, como poco, cada año en el teatro sueco) sí que muy pronto despuntaba como un verdadero maestro. Tanto Birger Malmsten como Mai Zetterling ofrecen las dos mejores interpretaciones hasta el momento en la carrera del director, sin olvidarnos, porque sería injusto, de la presencia imponente de Olof Winnerstrand, que interpretaría al primer vicario importante de los muchos que van a sembrar la obra de Bergman, obsesionado por la presencia de la institución religiosa en la vida familiar y sentimental de sus criaturas. En la concepción de esta tragedia, Bergman se acerca al ascetismo visual de un Dreyer o un Bresson, que todavía le quedan lejos, pero a los que alcanzará. Dirigiendo una película por año (hoy día, con el sistema industrial presente, esto lo hacen muy pocos cineastas, y con películas pequeñas), Bergman luchaba por conquistar el prestigio de sus pares y un territorio audiovisual propio.

Conclusión

No llega a ser desgarradora, pero duele. No llega a ser plenamente satisfactoria, pero cerca anda de serlo. En su estructura se echa en falta una mayor atención a la arquitectura de las secuencias, a las tripas mismas de la imagen y el sonido. Esto lo digo siempre pensando en futuros logros, que harían eso y mucho más. Es algo frustrante hablar de películas que poca gente ha visto o verá, aunque lea estas líneas, pero también es apasionante constatar hasta qué punto algunos directores necesitaron de una serie de pasos previos para crecer debidamente como artistas. Otros no, otros fueron artistas nada más comenzar. No hay dos artistas iguales. Mientras Welles o Polanski llegan y deslumbran, otros como Coppola, Bergman, Ford, Rossen...han de forjar su talento a base de voluntad y esfuerzo infinitos. Al final lo que importa es que todos lograron un sitio en la historia del cine.

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