'Los que se quedan' es un magnífico y agridulce retrato del arte de perder y la clemencia navideña de manos del mejor Paul Giamatti

Alexander Payne vuelve a mostrar su maestría a la hora de encontrar redención en la mediocridad en un nuevo clásico navideño improbable

Puede que no haya mayor soledad que la de pasar la Navidad sin nadie a tu lado. El cine propio de estas fechas ya se ha encargado, a lo largo de décadas de feliz turra, de subrayar el significado de las fiestas, la alegría de estar en familia y los milagros de Santa Claus en un continuo runrún de villancicos, ponche navideño y amores bajo el muérdago. Pero Alexander Payne no iba a conformarse con estrenar una película que cayera en el más mínimo de los tópicos. Porque él no es así. Porque, al igual que en una industria del cine robotizada, él es, aunque sea con infinita tristeza, de los que se quedan.

No gain, no Payne

Hacía una década que no nos encontrábamos con el mejor Payne (dejando de lado la insulsa 'Una vida a lo grande'), pero la espera ha merecido la pena. Y es que en 'Los que se quedan' disfraza de comedia agridulce la tristeza de tres personajes unidos por la más desesperante de las miserias que tienen que aprender a aguantarse, consolarse e incluso defenderse en una época que para ellos ya carece de significado, si es que alguna vez lo tuvo. No es tu típica película navideña de Netflix, pero te va a dejar el corazón calentito como la mejor de las hogueras.

Las mejores películas, en general, son aquellas que permanecen contigo semanas, meses e incluso años después de haberlas visto. No como un remanente de referencias forzadas, sino impregnándote y haciendo que comprendas mejor el mundo que nos rodea. 'Los que se quedan' logra, casi sin pretenderlo, este propósito: deja un halo de melancolía inmisericorde en el espectador que es capaz de vencer cualquier intento de cinismo al respecto.

Payne es un experto a la hora de contar la historia de personajes mediocres que buscan (y encuentran) un cambio en su vida, y aquí, una vez más, no decepciona. Al igual que la pareja de perdedores de 'Entre copas' o el hijo que acompaña a su padre en una misión codiciosa (y vacía) en 'Nebraska', Paul Hunham ("Ojopipa", como le llaman sus alumnos) es un hombre que cree estar en el camino correcto simplemente viendo la vida pasar, sin ser consciente de que carga una trágica inexistencia a sus hombros. Algo aún peor que caer mal: pasar absolutamente desapercibido.

Entre bolas

Paul Giamatti vuelve a demostrar, a sus 56 años, que aún es capaz de sorprender en una de las actuaciones más sinceras, cómicamente secas y adorables del año. Su personaje, en otras manos, podría haber resultado antipático y su redención forzada, pero incluso en sus momentos de mayor rigidez, el actor deja escapar tintes de una melancolía depresiva que más adelante se convierte en astuta rebeldía. 'Los que se quedan' no podría ser sin Giamatti, y él lo aprovecha disfrutando un papel hecho a medida como los que hace tiempo que no le ofrecen.

Habría sido muy sencillo convertir 'Los que se quedan' en una película cínica contra la Navidad, y a su protagonista en un simple Grinch que aprende a dejarse llevar. Pero no es nada de eso: Payne se abre en dos, disecciona a sus personajes para hacerlos tridimensionales y capta su esencia más allá de lo que se deja ver en un principio. El estudiante caradura no lo es tanto, el profesor cínico tiene un aura de humanidad invisible al principio y la cocinera triste solo quiere volver a sonreír, pero a su propio ritmo. Tres almas unidas por la casualidad y la agonía vital.

La película de Payne es un suave recorrido en barca sin grandes sobresaltos, tan precioso (y preciso) como repleto de ritmo, llevándonos en volandas a lo largo de un camino cuyos puntos clave podemos adivinar desde el principio -la sorpresa argumental no es el punto fuerte de la cinta- pero que resulta satisfactorio y al mismo tiempo amargo. En unos tiempos donde el público exige abiertamente finales felices de personajes moralmente intachables, Payne borda lo que ha hecho siempre: un retrato perfecto del arte de perder.

Perder mejor cada vez hasta hacerlo sublime

La mano maestra de Payne permite que incluso un gigantesco colegio resulte claustrofóbico cuando la soledad es la reina, y solo podamos respirar en pequeñas (o grandes) excursiones al exterior, escapando de la rigidez de una educación que constriñe a profesor y alumno, permitiéndoles tener revelaciones sexuales en una librería, conversaciones definitorias cargando un coche, fiestas navideñas con besos inesperados y momentos agrios de nostalgia perdida. El mundo es mucho más grande que lo que el Ojopipa se ha querido autoconvencer que era. Y su cambio, sutil pero seguro, es bello, sí, pero también doloroso de presenciar.

En tiempos de un feliz y copioso deambular del "Eat the rich" que hemos visto en películas como 'Saltburn' o 'Glass Onion', Payne decide señalar que el dinero, per se, no tiene por qué definir a una persona. Por supuesto, puede hacerlo, y tanto el poder monetario convierten a algunos personajes en un mero cartoon, pero se permite la piedad con un Angus (o, mejor dicho, señor Tully) que demuestra que los sentimientos, las desgracias y las pequeñas alegrías no tienen por qué suponer un conflicto de clase. Es un punto de vista arriesgado, pulido y complejo diferente a algunas simplezas que hemos visto últimamente. Y, francamente, se agradece.

'Los que se quedan' es, en su esencia más básica, fácilmente predecible. Pero es solo una superficie que rascar: Payne pone a sus personajes en un estado de continuo cambio y lenta evolución (o quizá ebullición) en una radiografía sobre encontrarse a uno mismo donde menos lo esperabas, el valor de la compañía, hallar tu propio camino cuando ni siquiera tú mismo confiabas en ti. Y todo ello con un humor seco que se sumerge en el aprendizaje a través del fracaso para llegar a la sabiduría infinita del eterno perdedor. No os la perdáis.

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