Gran Cine de Aventuras: 'Kill Bill, vol. 2', la redención como obra de arte

En una secuencia de este apasionante, extraño, inclasificable ‘Kill Bill, vol. 2’ (íd, Quentin Tarantino, 2004), La Novia, también conocida como Black Mamba, y cuyo nombre real luego descubriremos, en una suerte de chiste grueso absolutamente desvergonzado, que es Beatrix Kiddo, efectúa un necesario alto en el camino para descubrir el paradero de su objetivo final. Decía el director que le gustaba pensar que si Willard se bajara del barco para tomar una cerveza en ‘Apocalypse Now’ (íd, Francis Ford Coppola, 1979) el tugurio de Esteban Vihaio (un sensacional Michael Parks, que había dado vida a otro personaje, muy diferente, en la primera película del díptico) no habría desentonado. Y es cierto. Más que un guiño cinéfilo, o un homenaje, que no lo son, esa secuencia es la constatación de que para Tarantino todas las películas se cruzan unas con otras, y de que la originalidad está en la mirada del director. Más que en ninguna otra de sus películas, en esta, que probablemente sea la más redonda de todas ellas, no hay un pastiche (esto es, la combinación de los elementos de otro artista) sino la creación total de un hombre que vive por y para el cine.

Con ella, Tarantino se situaba mucho más allá de lo que había logrado en la trepidante primera película. Todo lo que allí parecía un prólogo, o un capricho estético a mayor gloria de sus obsesiones cinéfilas (y de su capacidad, al parecer infinita, de reformular códigos de películas de serie Z para hacer con ello cine libre, refrescante e indómito) aquí posee la densidad de lo mitológico, la serenidad de la plenitud, el aliento épico y trágico de una grandísima aventura de la imaginación. Cine casi abstracto, soñado, imposible de definir en términos habituales, porque bajo su pasión y su mordaz ironía se puede rastrear una feroz descripción del espíritu humano, de lo que hay más valioso en él (la fuerza de voluntad, el sacrificio, la dignidad de la lucha) y más abyecto (la mezquindad nauseabenda del rencor, de la venganza, del odio gélido), todo ello mostrado sin el menor juicio moral (algunos llaman a eso cinismo, otros lo llamamos retorcida compasión) y siempre dispuesto para entretener, atrapar y ennoblecer al espectador, al que se le ofrece cine libre y sin complejos. Una aventura estética que, creo, todavía no ha sido valorada en todo su alcance.

‘Kill Bill’ es algo más que una sola película partida por la mitad, aunque también puede definirse así. La una es el espejo de la otra, y resulta interesantísimo constatar cómo su director propone un rompimiento consigo mismo, cuando en la primera parte, de alguna manera, es más el cineasta que todos más o menos conocíamos, para a continuación, con la segunda parte, abandonar todo divismo (aunque nunca su sentido del humor) y ser capaz de filmar con un ascetismo que admiraría Robert Bresson. ‘Kill Bill, vol. 1’ (íd, 2003) era nostálgica, pulp, climática, juvenil, desequilibrada y feroz. Sin embargo, ‘Kill Bill, vol. 2’ sorprende por su carácter sereno, casi plácido, otoñal, y es solidísima y redentora. Habiendo eliminado a dos de sus cinco odiados enemigos, eliminados de forma directa y sin complicaciones morales, La Novia, el gran samurái del cine del siglo XXI, pasará a encargarse del resto. Pero, confiada, fracasará miserablemente y sólo un genial giro del destino, y el recurso a los recuerdos más preciados, convertirán el fracaso en victoria. Es uno de los muchos rasgos que convierten a esta creación en algo absolutamente impredecible, insólito, que jamás se da facilidades a sí misma y que es la perfecta fusión entre cine de género extremo y cine de autor.

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Disgresiones, narraciones, revelaciones

La línea recta que en la primera película representaba el viaje de la protagonista, en busca de venganza, aquí se va a volver una línea llena de curvas (y no me parecen por tanto azarosos esos planos en los que La Novia se acerca a su enemigo final salvando muchas curvas y zonas escarpadas), un camino en el que muchas veces va a necesitar dar varios pasos atrás para seguir adelante. Pero, además de eso, la ficción se nutrirá de varias disgresiones que para algunos son su condena, pero para quien esto escribe, y creo que para muchos más, enriquece sensiblemente el relato, ampliando sus márgenes por la vía de la evocación. Así, en una elección particularmente audaz y afortunada, Tarantino decidirá dejar de seguir a La Novia durante bastante rato para centrarse en el precioso personaje de Bud, el hermano de Bill. Un pobre diablo que ha abandonado un lugar de privilegio al lado de su poderoso hermano, y que malvive trabajando de gorila de un garito de mala muerte, y regresando cada noche a su vieja caravana en mitad de ninguna parte. Esta decisión, además de conceder por primera vez una gran humanidad a uno de los enemigos de La Novia, acrecienta muchísimo la sensación de amenaza y el halo de invencibilidad de ella, lo que a su vez provoca una sorpresa mucho mayor la penosa forma en que ella falla a la hora de liquidar a Bud.

Y lo que parecía casual y fugaz, el escenario de la caravana desvencijada, el tipo mugriento y alcoholizado, van a ser el corazón del relato, derivando en el entierro de la protagonista (sensacional la idea de permanecer como espectadores en el interior de la caja, y a oscuras, mientras oímos la tierra caer sobre la tapa de madera), y el posterior e impredecible encuentro entre Bud y Elle Driver, la conversación entre ellos, una nueva sorpresa y la batalla de zorras más salvaje que imaginar quepa. Pero, mucho antes, La Novia recordará su particular entrenamiento con Pai Mei, una especie de gran maestro de artes marciales tan feroz como cómico. Y a los parajes ancestrales de una China profunda (por cierto que fueron al país a filmar) el espectador opone que, mentalmente, todavía estamos atrapados en la oscuridad del ataúd. Todo ello es probablemente lo mejor, más emocionante, épico, exacto e ingenioso que Tarantino ha escrito y puesto en escena jamás. El relato se desperdigará, además, en una serie de narraciones (sobre todo dos inolvidables de Bill, una acerca de Pai Mei y otra sobre su admiración hacia el personaje de Supermán), y terminará encontrando su clímax en dos revelaciones máximas: la situación de Bill con la hija pequeña de ambos, y el secreto de un golpe invencible de artes marciales, resueltos de manera admirable por Tarantino, más enamorado de la condición de cineasta que nunca.

La puesta en imágenes de todo este intrincado (pero armado con precisión y sencillez) entramado de personajes, situaciones y sorpresas, por parte de Tarantino, alcanza un despojamiento visual asombroso. Le basta una fogata y una conversación para introducirnos en los misterios arcanos de las artes marciales chinas, le sobra el espacio minúsculo de un ataúd para extraer de él toda la fuerza expresiva de una situación al límite, emplea una caravana para mostrarnos odios infernales y un combate más sangriento y paroxístico imposible. Sin lujos ni excesos, Tarantino expone su visión de la aventura como un viaje no solamente físico, también sensorial, anímico y moral, y dirige a sus actores, a todos con mano maestra. Entre ellos vuela Uma Thurman, por supuesto, y David Carradine posee un encanto y una presencia imponente, pero Daryl Hannah borda el que probablemente sea el más malvado de todos los personajes modelados por Tarantino. Aunque, en mi opinión, el rey de la función es un Michael Madsen en estado de gracia, capaz de aunar patetismo, compasión, brutalidad, redención e ironía con una mirada o una frase de diálogo. No sólo está inmenso, es que la subrepticia historia de amor/odio con su propio hermano, la sensación de que ha elegido esa vida como expiación por sus deleznables actos pasados, y la preciosa idea de que aún conserva su espada Hanzo después de decirle a su hermano que la había vendido por una miseria, son trallazos de ingenio que quedan para siempre en la retina y que terminan de convertir a esta película en la obra maestra de aventuras que es.

Al final, se tiene la sensación de haber asistido a una generosa y humanista visión del género de aventuras en variante oriental, espléndidamente fotografiada por el gran operador Robert Richardson y con un montaje de la fallecida Sally Menke y una selección ecléctica de canciones, que no dan tregua, y que están diseñados para otorgar un dinamismo y una luminosidad muy lúcidas en medio de tanta sangre, tanto odio y tanta violencia. Con ella terminamos, creo, de forma insuperable este no demasiado largo, aunque sí creo que suficientemente denso, ciclo sobre el gran cine de aventuras y sus formas y variantes más reconocibles, perdurables, imaginativas, humanistas y vigorosas. Hemos repasado películas en las que el misterio de la jungla deviene en monstruosas formas que no son más que parábolas del deseo y de la muerte. Hemos conocido parajes místicos de vibrante y mágico colorido. Hemos soñado con héroes que no conciben la vida sin aventura, es decir: que su forma de vida es luchar y sufrir por sus ideales, sean estos equivocados o no (¿acaso importa?). Hemos viajado a parajes recónditos y despiadados del mundo, y hemos accedido a la concepción del hombre como un ser minúsculo que, sin embargo, puede escupir a Dios, oponerse a él y a los designios despiadados de la naturaleza, y salir triunfante, aunque muera en el empeño.

La muerte como moneda de cambio, el combate y la lucha como expresión de los tormentos y los anhelos interiores, la búsqueda de un mundo más justo y más libre, la reivindicación del espíritu humano, como diría Bodhi, en un mundo cada vez más gris y tedioso. Además de este ciclo, ya he escrito sobre numerosas y célebres películas de aventuras que, de algún modo, completan este ciclo sobre el cine más necesario, a un nivel emocional, que existe.

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