Martin Scorsese: 'El cabo del miedo', el ángel vengador

“¿Estás ahí, abogado?”

- Max Cady

Concluido el rodaje de ‘Uno de los nuestros’ (‘Goodfellas’, 1990), a Scorsese se le ofreció la posibilidad de filmar un ambicioso proyecto que había pasado por las manos de Steven Spielberg, sobre una novela de Thomas Keneally, titulada ‘El arca de Schindler’... Así mismo, Spielberg planeaba rodar en pocos meses un comercial remake de ‘El cabo del terror’ (‘Cape Fear’, J. Lee Thompson, 1962). Scorsese sentía que ese proyecto le era muy querido a su amigo Spielberg, y renunció a él, proponiendo un intercambio de planes. Como todos sabemos, ‘La lista de Schindler’ (‘Schindler’s List’, 1993) le proporcionó a Spielberg su primer Oscar como director y un sinfín de parabienes críticos. Bastante antes, Scorsese estrenaría este nuevo encargo, el último antes de encadenar una trilogía de proyectos personales que, para quien esto firma, es su gran obra maestra como director.

De la floja y muy envejecida película de Thompson, Scorsese ideó una versión mucho más abstracta e interesante, que, sin embargo, hay que situar bastante por debajo, en inspiración y ejecución, respecto a las películas que la rodean, las anteriores y las posteriores. Este relato de venganza y angustia, basado originalmente en una novela de John D. MacDonald, podría haber caminado al lado de la inigualable ‘Taxi Driver’ (id, 1976) en lo que tiene de retrato de una obsesión enfermiza por parte de un personaje tan extremo, interpretado además por el mismo actor. Pero se queda en un brillantísimo ejercicio de estilo, realizado con la extraordinaria pericia de un director tan experimentado y deslumbrante como Scorsese, que se entrega sin complejos al género del suspense más hiperbolizado. Pero se le escapa el tono a ratos, como se le escapa el personaje de Cady y el espíritu final de la película. Con todo, estamos hablando de un filme de trazas notables.

Hitchcock y Laughton son una ausencia


Sin ser un gran admirador de la película precedente, la intención de Scorsese era la de realizar uno de sus viajes estéticos y temporales, con los que recuperar parte de las esencias de un cine ya desaparecido, mezclado con una mirada moderna, en una suerte de equilibrio formal. No todo le sale bien al director en ese esfuerzo. Los sensacionales títulos de crédito de los míticos Elaine y Saul Bass (quienes diseñarían las secuencias de apertura de cuatro películas consecutivas del director), sumados a la música, a cargo de Elmer Bernstein, versión de la partitura de la primera película, obra del por entonces ya fallecido Bernard Herrmann, buscan situarnos en un cierto espíritu hitchcockiano al que accedemos sin demasiado esfuerzo, siempre dependiendo del grado de cinefilia del espectador. Pero nunca sentiremos tan a gusto a Scorsese como lo estuvo Hitchcock en sus obras maestras, pues se le percibe ceñido a unos preceptos que diluyen en parte su personalidad artística.

Con la primorosa fotografía de Freddie Francis, uno de los más legendarios operadores de la segunda mitad del siglo XX y director él mismo de filmes de terror, y con el diseño de producción de Henry Bumstead, no en vano director artístico de ‘De entre los muertos’ (‘Vertigo’, Alfred Hitchcock, 1958), asistimos al martirio de la familia Bowden, cuyo padre, el abogado Sam Bowden (Nick Nolte, quien ya trabajara poco antes para Scorsese en ‘Apuntes del natural’), traicionó a un cliente suyo, Max Cady (un a ratos genial, a ratos insoportable Robert De Niro), enterrando un documento que podría haberle librado de catorce años de cárcel por violación de una menor. Cady saldrá de la cárcel pasado ese tiempo y, claro, planeará una brutal venganza contra el abogado y su adinerada familia. Eso incluye a su mujer, la diseñadora Leigh Bowden (interpretada con suma elegancia por la gran Jessica Lange), y a su hija adolescente (una sensual y formidable Juliette Lewis, en su primer papel importante en el cine).

En ‘El cabo del miedo’ se alterna lo genial con lo vulgar, sin pausa, hacia un salvaje clímax final que conecta visual y temáticamente con los títulos de crédito iniciales, y que propone un alucinante viaje por los infiernos de la culpa, el odio y la sexualidad reprimida. El principal problema, entre varios, de este feroz relato, es que comienza siendo la historia del abogado que no cumplió con su deber, pero termina siendo la historia de un sujeto casi inmortal con el que es imposible identificarse. El drama de Sam Bowden no es el centro de las preocupaciones de Scorsese y del guionista Wesley Strick, y todo acaba desdibujándose, cuando podría haberse convertido en una potente tragedia criminal por la que discurriera una reflexión sobre la burguesía y la familia tradicional, sobre los vaivenes de un matrimonio complejo con una hija difícil. Todo eso queda más o menos expuesto, pero eclipsado por la necesidad de pasmar y conmocionar al espectador con las astucias y malabarismos de un psicópata tatuado con reminiscencias del Robert Mitchum de ‘La noche del cazador’ (‘Night of the Hunter’, Charles Laughton, 1955).

Un Robert Mitchum que, irónicamente, hizo el papel de Cady en la primera versión, y que al igual que Gregory Peck, que interpretaba al abogado en aquella, hacen sendas apariciones a modo de homenaje en la película de Scorsese. Lo que no se le puede negar al director italoamericano son algunas secuencias magistrales:

1. El diabólico diálogo, repleto de segundas intenciones y dobles significados, entre Danielle y Cady en el teatro del instituto, empleado a modo de metáfora acerca del lobo feroz, y que termina con un juego erótico tremendamente perturbador.

2. La escena de sexo de Sam y Leigh, con el posterior despertar de ella entre fundidos sucesivos a amarillo, naranja y rojo, que anticipan el descubrimiento de Cady en la tapia de la casa.

3. La larga secuencia de tensión en la casa con el detective (Joe Don Baker), esperando la llegada de Cady, aunque termine de manera tan frívola y poco conseguida.

4. El poderoso clímax final, algo alargado, en Cape Fear (región y costa de Carolina del Norte), con algunos planos acuáticos realmente hipnóticos y con la inquietante conclusión en las aguas del río.

Pero Cady queda a años luz de Travis Bickle o de otros psicópatas cercanos en cronología como Hannibal Lecter. En algunas secuencias es un villano fascinante y en otras es un matón tosco y sin más interés que el proporcionar sustos fáciles al espectador. Queda poco creíble, y la intensa caracterización de De Niro no siempre funciona como él querría. Su oportuno disfraz de mujer, su plano invertido mientras habla con Danielle o su supuesta inmaterialidad, difuminan bastante su presencia, y terminan convirtiéndole en un malo de opereta, en uno más de los muchos “psycho-killers’ que proporcionó el cine durante los años ochenta y noventa. A su lado, Nick Nolte realiza una de sus menos recordadas y más brillantes composiciones, aunque siempre en segundo plano.

Conclusiones

Filme con momentos muy buenos, y con otros que desmerecen al autor de ‘Uno de los nuestros’. Fue su mayor éxito comercial hasta la fecha, por lo que el esfuerzo no resultó del todo una pérdida de tiempo, por mucho que no pueda considerarse entre sus grandes obras maestras. Parece mentira que sea el mismo director de la insuperable adaptación de Edith Wharton que llevaría a cabo dos años después y que, al menos a juicio de quien esto firma, marca el inicio de su plenitud absoluta como artista. Pero de esa hablaremos en pocos días.

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