'Point Break: Sin límites', le llaman bodrio

'Point Break: Sin límites', le llaman bodrio

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'Point Break: Sin límites', le llaman bodrio

En una época en la que se está tirando de la nostalgia hasta límites indecibles —y todos sabemos que la nostalgia en exceso es destructora— el remake de ‘Le llaman Bodhi’ (‘Point Break’, Kathryn Bigelow, 1991) ha pasado sin pena ni gloria por las pantallas de medio mundo. A veces hay justicia divina. Lo cierto es que el film no ha sido un éxito simple y llanamente porque el resultado es catastrófico a todos los niveles. La idea empezó primero como una secuela, pero de aquella Patrick Swayze aún estaba vivo. Tras su muerte, la cosa empezó a sonar verdaderamente mal, amenazaban con un remake, y lo cumplieron.

Con Ericson Core tras las cámaras —responsable de ese delito fílmico que es ‘Invencible’ (‘Invincible’, 2006)— y Kurt Wimmer —de quien todavía no termino de creerme su participación en la magnífica ‘El secreto de Thomas Crown’ (‘The Thomas Crown Affair’, John McTiernan, 1999)— poniendo al día el argumento ideado por Rick King y W. Peter Iliff, la cosa no podía tener peor pinta. La cruda realidad es que ha superado cualquier tipo de expectativa, hacia abajo, claro.

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Simplificando lo sencillo

Que la película de 1991 no tenía un gran guion no es algo que pille de sorpresa al personal. Pero la enérgica dirección de Kathryn Bigelow elevaba el film a cotas impensables, no sólo en las excelentes set pieces de acción —algunas de ellas no superadas a día de hoy, caso de uno de los atracos al banco o cierta persecución a pie—; además lograba hacer interesante cierta filosofía, la de Bodhi, que sobre el papel sonaba a cachondeo puro y duro acerca de la espiritualidad, amén de ciertas secuencias sobre el mar de una belleza embriagadora. Core y Wimmer lo han echado todo a perder.

El surf, que nunca ha resultado interesante en la gran pantalla salvo por la cinta de Bigelow y cierto clásico dirigido por John Milius, es tuneado aquí por todo tipo de deportes de riesgo, con la clara intención de hacer la película más espectacular que sobre la cresta de una ola. Bien pensado. Mal ejecutado. Bodhi y su pandilla no atracan para costearse sus vacaciones en los lugares del mundo en el que practicar sus locuras. Aplican la filosofía de Robin Hood, robar al rico para dárselo al pobre, mientras cumplen una especie de ritual que hermana al hombre con la naturaleza, según las palabras de un gurú que Bodhi y sus colegas admiran.

Con temas de índole espiritual es mejor no ponerle nombre a ciertas cosas, así la imaginación del espectador siempre estará en activo, suponiendo, arriesgando en sus interpretaciones, moviéndose con la obra en sí y lo que plantea. Cuando George Lucas explicó de dónde venía la fuerza abrió la caja de Pandora —ya se había hecho antes, pero él lo hizo a lo bestia—; ahora todo lo queremos mascadito, no se nos vayan a estropear las neuronas por ponernos a pensar, y encima nos ayudan. ‘Point Break: Sin límites’ también lo hace con su risible definición de la filosofía de Bodhi.

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Un remake absurdo

Frases tan bellas como “no hay nada de malo en morir haciendo lo que uno ama” son asesinadas de nuestro recuerdo al cambiar un Bodhi con el pelo oxigenado y creyéndose lo que hacía, por otro que fuma porros después de cada esfuerzo físico, y con el rostro de Edgar Ramírez. Hemos salido perdiendo en el cambio, incluso cuando comprobamos que Luke Bracey es capaz de superar a Keanu Reeves poniendo cara de palo. Entre los actores de la original existía cierta química, en la presente parece que cada uno anda metido en su propia película. Y no hablemos de lo desaprovechado que está Ray Winstone.

En cuanto a las escenas de acción, si el film de Bigelow casi puede considerarse una lección de cine al respecto, en la presente, terminan aburriendo por saturación, y porque una vez más el director, como otros muchos hoy día, no tiene ni idea de dónde colocar la cámara. Y que alguien me explique qué hace el montador televisivo John Duffy al lado de los veteranos Thom Noble —empezó montando para François Truffaut— y Gerald B. Greenberg —lo hizo para Coppola o Michael Cimino—, aunque la pregunta correcta sería ¿quién montó realmente este caos visual?

Un homenaje aquí y allá —el vídeo de los atracadores con caretas de presidentes estadounidenses, los disparos al aire del agente Utah cuando Bodhi huye—, un argumento realmente estúpido, y la suspensión de incredulidad yendo a tomar viento fresco cuando el cine filigrana hace acto de presencia, que es prácticamente desde el inicio, con el trauma personal que le crean argumentalmente a Utah. En el cambio de la chica, ahora más florero que nunca, también hemos salido perdiendo.

Y con todo esto, ha sido un fracaso. Qué raro.

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