'West Side Story', la cumbre del musical

'West Side Story', la cumbre del musical

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'West Side Story', la cumbre del musical

Algunas películas que nos maravillaron hace años, y de las que guardamos un gran recuerdo, sufren mucho al revisarlas. O más bien sufrimos nosotros, comprobando lo mucho que las ha deteriorado el paso del tiempo. Gozaron de una plenitud de vida, y luego se marchitaron. Otras películas que formaron parte de nuestra infancia y nuestra adolescencia, como si fueran una parte de nuestro cuerpo, volvemos a verlas después de unos pocos años, y nos emocionan igual o más que antes.

Para quien esto escribe, ‘West Side Story’ (id, Jerome Robbins, Robert Wise, 1961), es una de esas que, como las pirámides, luchan contra el tiempo sin inmutarse, algo que logran muy pocas. Pero ya cuando ‘West Side Story’ nació, todos sus responsables, y los afortunados que pudieron verla en su estreno, sabían que aquello era verdaderamente grande, y que el musical había llegado a su plenitud y al mismo tiempo a su canto del cisne. Y volver a ver ‘West Side Story’ es, de alguna manera, volver a verme a mí mismo cuando la veneraba, asombrado, con diez o doce años.

Sólo el prólogo de esta película, que el lector puede revisar en el vídeo de arriba, es una pieza audiovisual de una audacia y de una fuerza narrativa inigualables. Estos primeros minutos la sitúan ya muy por encima de otros musicales famosos, como los muy académicos de Vincente Minnelli, o algunos posteriores como ‘My Fair Lady’ (id, 1964), de George Cukor, o ‘Sonrisas y lágrimas’ (‘The Sound of Music’, 1965) también de Robert Wise. Ni siquiera las aportaciones de Stanley Donen, que durante un tiempo fueron lo más vigoroso y vibrante, se acercan a esto. La vida que late en ‘West Side Story’, su aliento trágico, su profunda verdad, convierte en algo falso, bonito pero superficial, a las fórmulas clásicas del musical, elevándose mucho más allá de sus encorsetamientos, erigiéndose en una obra maestra de rasgos casi abstractos, pues la música parece crear las imágenes y dictar el destino de los personajes.

Adaptación homónima, como quizá sepa el lector, de un célebre musical de Broadway, que a su vez es una versión actualizada del mito de ‘Romeo & Julieta’, que escribiera William Shakespeare a finales del siglo XVI. El musical fue escrito por Arthur Laurents, con música de Leonard Bernstein y letras de Stephen Sondheim, coreografiado y dirigido por Jerome Robbins. Cuando se designó al ya veterano Robert Wise para dirigir la película, principalmente por su experiencia filmando en la ciudad de Nueva York, se le ofreció a Robbins la oportunidad de colaborar en la dirección, ya que Wise jamás había hecho un musical. Lo cierto es que, aunque no se llevaron nada bien durante el rodaje, y Robbins fue finalmente despedido por su difícil carácter y su perfeccionismo extremo, que encarecía bastante la producción, Wise insistió en compartir créditos de dirección con él. Habían vaciado los teatros y las escuelas de los mejores bailarines, y habían creado algunos de los más absorbentes decorados de cine de la mano de Boris Leven, y ambos directores crearon un milagro cinemático.

Intolerancia, fatalidad

No creo exagerar un pelo cuando afirmo que ‘West Side Story’ es narrativa abstracta. Valga como ejemplo el clip de encima de estas líneas. El color y la música se funden en otra cosa, profundamente cinematográfica, y crean un poema en el que poco importa la trama en sí, y mucho más la forma en que está contada. Cuando Tony sale hechizado del gimnasio, pensando sólo en María, y empieza a cantar la celebérrima canción, la primera vez que pronuncia “María”, el escenario desaparece y se funde con las calles de Nueva York. La escenografía se convierte en expresión exacta, anímica, del personaje, y las furiosas avenidas de la ciudad se transforman en un ambiente bucólico, casi paradisíaco. Pero ya en la larga secuencia del gimnasio, los grupos se enfrentan entre sí valiéndose de su diferente forma de bailar, primero de izquierda a derecha y viceversa, y luego cortando el mismo espacio en diagonal, para terminar apartándose, porque Tony y María sólo se ven el uno al otro, y todo lo de alrededor no les importa nada, y hasta la luz y la música se supedita a sus sentimientos.

No solamente la profunda sensibilidad, y la asombrosa verosimilitud de todos los elementos, eleva ‘West Side Story’ a lo sublime. También una partitura musical insuperable de Leonard Bernstein, que es una de las más famosas de la historia del cine, la cual ya contiene toda la lírica y toda la violencia de la película. Esta historia de pandilleros hartos de la miseria en la que viven, hijos de proletarios sin un duro o de inmigrantes con menos dinero aún, fue reescrita admirablemente por Ernest Lehman, uno de los más prestigiosos guionistas de su tiempo, y se llevaron a cabo algunas reestructuraciones o ligeros cambios respecto al original teatral. De manera impecable, la película progresa desde un drama juvenil hasta una verdadera tragedia racial (en el original, la intención era enfrentar judíos contra cristianos, sustituidos luego por norteamericanos contra inmigrantes sudamericanos), en la que nadie gana, todos pierden, los jóvenes enamorados ven truncadas sus vidas, los violentos comprenden que es imposible vivir siempre odiando al diferente (qué hermoso y qué triste el plano final), y la música de Bernstein se convierte en un lamento mientras la cámara recorre las pintadas callejeras que son los créditos finales.

La innovadora danza de Robbins, que mezcla estilos clásicos con otros casi impensables, rebosantes de furia y vehemencia, fue un verdadero reto para el fenomenal grupo de intérpretes, cantantes y bailarines. Al frente del reparto, la pareja protagonista, que apenas baila y que vieron sus voces de canto dobladas (como otros intérpretes en alguna canción especialmente difícil): Natalie Wood y Richard Beymer (con las voces, en las canciones, de Marni Nixon y Jimmy Bryant, respectivamente), que están excelentes. Pero la otra pareja, George Chakiris y Rita Moreno (ambos ganadores del Oscar a mejores secundarios por estos papeles), no se queda atrás. Por cierto que Beymer y Russ Tamblyn, que interpreta a Riff, se encontrarían años después en ‘Twin Peaks’, la famosa serie de David Lynch de los primeros años noventa. Todos los intérpretes gozan de un gran carisma en pantalla, y es imposible no comprender a sus personajes y sentir compasión e identificación con ellos.

Mención aparte merecen el diseño de vestuario de Irene Sharaff y los decorados de Victor Gangeling (quien, por cierto, ya diseñara los decorados para ‘Centauros del desierto’ (‘The Searchers’, John Ford, 1956), entre otras muchas). Es maravilloso el empleo de códigos de color para diferenciar a las bandas rivales, así como para el abigarrado Nueva York (que después de las primeras escenas está casi todo filmado en estudio, y que es un personaje más, como una moderna Verona) para el que las luces y la paleta de color están particularmente inspiradas, con el objetivo de escalar hacia el sombrío climax, sin dar tregua al exhausto espectador, que va a terminar saciado y agotado de tanto dolor, de tanta fatalidad. Robert Wise sabe aunar los números musicales de Robbins, y el tono de desdicha del libreto, para filmar algo tan fresco, tan verdadero, que se queda en la memoria para siempre.

Impacto e imagen favorita

Se cumplen cincuenta años, nada menos, de esta maravilla, y no lo parece. Se alzó con diez Oscar en 1962 (película, directores, actor de reparto, actriz de reparto, dirección artística en color, fotografía en color, vestuario en color, montaje, banda sonora y sonido), convirtiéndose en el musical más premiado de Hollywood, conociendo un grandioso éxito en taquilla, y numerosas reposiciones en todo el mundo a lo largo de las décadas. Mi momento preferido no es el del número ‘América’, como es de tanta gente, sino la larga y ya comentada secuencia del gimnasio, que tantas cosas dice sin apenas diálogos, y que tanto me emociona.

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