Steven Spielberg: 'Munich', ojo por ojo

Steven Spielberg: 'Munich', ojo por ojo
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“No habrá paz cuando todo esto acabe”

- Avner

Steven Spielberg ha tenido que luchar bastante más que otros directores célebres de su talento para ser respetado por los que, por razones indescifrables para mí, consideran la aventura como algo menor, como un tipo de cine no apto para paladares exigentes (cuando pienso que sólo los paladares más exigentes pueden degustar como se merece ese cine). Sea como fuere, no imagino una película como ‘Munich’ en los años 90, desde luego, ni mucho menos en los años 80. Da la sensación, y no creo que esté del todo mal, de que Spielberg ha luchado para merecerse el derecho de filmar este drama terrible.

Siendo fiel a su forma de trabajar, el director filmó, muy poco después de la intensa ‘La guerra de los mundos’, esta película, con lo que era su tercera realización con muy pocos meses de diferencia. Y se puede afirmar que corrobora el hecho de que esta ha sido la década más madura de Spielberg, a pesar de los defectos (que también los tiene), pues ‘Munich’ es una desoladora, eléctrica, descarnada pieza de suspense, que se encuentra entre lo más completo que ha hecho nunca el célebre cineasta, y que hace olvidar sus arritmias o sus partes débiles con una fiera visión del mundo y de la política internacional.

En cierta forma ‘Munich’ es un escalón más hacia una formalización del horror cotidiano de este mundo que comenzó con el racismo de los negros contra las mujeres negras en ‘El color púrpura’, continuó con el infierno de la niñez en la guerra de ‘El imperio del sol’, siguió con la pesadilla del nazismo en ‘La lista de Schindler’, y se confirmó con la brutalidad del combate moderno en ‘Salvar al soldado Ryan’. Ninguna de ellas es perfecta, pero hasta la menos interesante, la protagonizada por el jovencísimo Christian Bale, es un acercamiento sin fisuras, vehemente y sincero, al dolor humano. Y dolor hay mucho en esta venganza ritualizada.

Las víctimas son los asesinos son las víctimas

Una cosa está clara antes de comenzar: esto es un verdadero “jardín”, como se suele decir, y tiene mucho mérito que un hombre de grandioso éxito, judío además, al que nadie ha dado cirio en este entierro, tenga los redaños para llevar a cabo semejante historia. También es verdad que antes del estreno, e incluso después, el propio Spielberg emitía unas polémicas declaraciones en las que justificaba algunas barbaridades del gobierno de Israel contra Palestina. Pero de pronto el mismo gobierno veía este drama y hacía públicas sus iras, dejando al cineasta casi como un apátrida, un traidor a las ideas y la cultura judías. Pero qué otra cosa podíamos esperar de semejantes genocidas.

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Sin embargo hablemos de cine: el comienzo de ‘Munich’ tiene todo lo que podríamos esperar de esta tragedia casi bíblica. Con extraordinaria habilidad, con una mirada limpia de todo prejuicio, con un ritmo denso y suave pero precisamente por ello más atemorizante, el director se introduce en el infierno de las olimpiadas, cuando varios fanáticos árabes llevan a cabo una atrocidad contra los atletas, en aquellos infaustos días del año 1972. Su cámara se detiene, con precisión gélida (pero en el fondo compasiva y horrorizada), en los planos más violentos, más sangrientos. No hay concesión con el espectador, esta vez hemos ido a pasarlo mal con un Spielberg.

En realidad, nos encontramos ante un gran fresco histórico, pues la recreación de época en diversas ciudades europeas y de oriente medio es algo digno de elogio. En ese sentido, el trabajo de Rick Carter (que ya había trabajado con Spielberg, y que después sólo volvería a hacerlo en ‘Avatar’) como diseñador de producción es soberbio, pues capta como pocas hemos visto el espíritu visual de una época, los setenta, que tantas veces se ha retratado, pero muy pocas con esta sensación de veracidad, de vida en grado sumo. Sin su labor, la puesta en escena del director no hubiera resultado tan creíble y, a la larga, tan dolorosa.

Para Spielberg no hay la menor esperanza en el mundo, ni aún en la compasión de un personaje (Avner, interpretado por Eric Bana), que es lo menos creíble de un relato sorprendentemente austero y convincente, que no se merecía que el personaje central fuera un truco de guión tan evidente. Pero poco importa, pues lo que es más notable de esta película no es el contenido, como muchos piensan, sino la forma en que está tratado ese contenido, en la narración absolutamente limpia y fascinada de un Spielberg en estado de gracia. Y si el director de fotografía tiene el deber de crear una luz acorde a esa narración, el diseñador de producción tiene el de recrear o crear un mundo propio y específico.

Rasgos de estilo

El operador Kaminski, aún lejos de sus mejores trabajos, trabajó por orden de Spielberg de manera magnífica el uso de Scope con lentes de Super-35 mm, y objetivos con una distancia focal gigantesca (25-250 mm), lo que da idea del fabuloso trabajo de cámara que el equipo llevó a cabo, pues condensar ese material, y hacerlo fluido, fue un trabajo ímprobo. Pero el deseo de Spìelberg era el de emular, y superar (lográndolo), los thrillers de la época, como ‘Los tres días del cóndor’ o ‘French Connection’, demostrando que su pericia expositiva era mayor que la de aquellos artesanos.

La herramienta más usada, más característica (casi una rúbrica) de esta película, es el zoom, pero empleado de un modo como nunca antes (me atrevo a decir) se había usado, pues la profundidad de campo y la energía que Spielberg es capaz de imprimir son algo indescriptible. Las secuencias de asesinato, todas ellas, giran en torno a un master-shot que es, siempre, y de manera inequívoca, un zoom magistral, en que se van incrustando, como gemas en una empuñadura gélida y artera, los primeros planos de los protagonistas de ese asesinato. Cuando digo que las formas importan mucho más que el contenido en esta película, lo digo porque así lo creo.

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Caemos en un pozo sin fondo, en un estercolero humano, de la mano de Avner, que poco a poco, como nosotros, va perdiendo la razón, comienza a flotar en el fotograma porque esta realidad es demasiado terrible para vivir en ella. Más que sentir la culpa por la venganza, siente todo el dolor del mundo, en ese climax final que es la culminación de un proceso, de un viaje. Nunca Spielberg había sido más siniestro, más desesperanzado. Su cámara, su mirada, es tan honesta, que puede mirar a su protagonista con un primer plano sin pestañear, cuando este se ha hundido sin remisión en una ciénaga de desesperación, de demencia, de infamia.

Pero es imposible soslayar un defecto que para mí, al menos, destruye gran parte del estado anímico que convoca esta gran obra, y es el final en paralelo, que propone la destrucción de las vidas de los palestinos en Munich, mientras Avner le hace el amor a su mujer. Me parece un juego especulativo, muy bien hecho pero redundante y vulgar, que no está a la altura de lo que Spielberg se había trazado hasta entonces. Sin embargo ahí quedan sus terribles, desconsoladoras imágenes.

Conclusión

La más brutal secuencia de toda la carrera de Spielberg, aquélla en la que los cobardes vengadores asesinan a la asesina de uno de sus compañeros, vale, por su coraje, su audacia, su salvajismo, por todas las equivocaciones pasteleras, las blandenguerías estilísticas que Spielberg, en el pasado, ha firmado. Ver a los abyectos matones rematar a la hermosa mujer, y dejarla desnuda porque ella así dejó a su víctima... nos hiela la sangre y nos coloca en nuestro justo lugar: por debajo de las hienas. A esto me refiero cuando digo que este gran hombre de cine no siempre se toma en serio a sí mismo.

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