'There Will be Blood', el diablo con el corazón roto

'There Will be Blood', el diablo con el corazón roto
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Algunos dicen que el cine se está muriendo. Puede que sea cierto. Tampoco me importa demasiado, porque de vez en cuando aparece un tipo del talento incontenible, de puro descaro adolescente, de Paul Thomas Anderson y hace una monstruosidad como ‘There Will Be Blood’ (2007), y vuelvo a creer que el cine es algo más que quinientas o seiscientas películas al año (que se estrenen…) cortadas todas por el mismo patrón, y vuelvo a creer que el arte es posible en el siglo XXI, como radiografía despiadada del alma y como tenebrosa descripción del devenir de este desgraciado mundo. Y cuando un tipo como Anderson tiene el coraje de emprender un camino tan lóbrego, y de recorrerlo hasta el final, sin la menor concesión al pobre espectador, vuelvo a creer que el genio artístico es posible, que los colosos de antaño aún disponen de un descendiente a su altura, y que el cine vale para algo más que para entretener los fines de semana.

Si el cine es arte, y muchas veces estoy poco seguro de ello, lo es por tipos como Anderson y por películas como ‘There Will Be Blood’. Hablamos de un tipo que con 27 años hacía ‘Boogie Nights’ (id, 1997), y con 29 hacía ‘Magnolia’ (id, 1999) y se llevaba el Oso de Oro en Berlín. En otras palabras: bajo mi punto de vista negar a Anderson es negar el cine. Cinco años después de la sorprendente e incomprendida ‘Punch-Drunk Love’ (id, 2002), volvía con este extraño, épico y metafísico drama, tan físico como abstracto, que no gira en torno a la perversidad o la avaricia, como muchos han dicho, más bien lo hace alrededor de las únicas chispas de humanidad y amor de un ser tan abyecto y demencial como Daniel Plainview, en otra antológica interpretación del que es, probablemente, el mejor actor vivo, y en un descenso hacia una malignidad como creo que jamás se ha visto en una pantalla de cine.


“Veo lo peor en la gente. No me hace falta ver más allá para conseguir lo que necesito. He construido mis odios a lo largo de los años, poco a poco, Henry…tenerte aquí me da un soplo de aire. No puedo continuar haciendo esto por mí mismo, con esta…gente…”

- Daniel Plainview

La soledad del monstruo

El argumento aparente de este filme es tremendamente sencillo: un experto buscador de petróleo, que luego irá perfeccionando la forma de extraerlo, irá construyendo un vasto imperio petrolífero a lo largo de treinta años, y en la obtención de ese imperio no dudará en hacer lo que haga falta para vencer a todos sus competidores y para alejarse de un mundo que odia con todas sus fuerzas, hasta quedarse completamente solo. Como un tren imparable, pasará por encima de cualquier cosa, especialmente sobre sus propios sentimientos. Daniel Plainview, en su ceñuda aspereza, en sus modales torvos, no es sin embargo un ser carente de sentimientos. Su vida en la película queda marcada por su relación con tres personajes fundamentales: con su hijo, con su hermano y con el cura Eli Sunday. La hazaña más importante de Anderson es la de embarcarse en la observación directa de un tipo tan infame, otorgándole todo protagonismo, narrando con una capacidad de abstracción y de fascinación que no empaña en nada su extraña, casi enajenada compasión por Plainview.

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En la pantalla, la presencia femenina queda desterrada casi por completo, salvo la hija de los Sunday y alguna anciana que observamos en la iglesia. Si ‘Punch-Drunk Love’ era casi un relato sobre el vampirismo de las mujeres, ‘There Will Be Blood’ directamente las ignora. Nada sabemos de la verdadera madre de H.W. (así como no sabemos qué esconden esas siglas…), y Daniel se vuelve casi demoníaco cuando le preguntan por ella. De nuevo, el tema principal en el cine de Anderson reaparece aquí, con más fuerza que nunca: la orfandad y la figura del padre como una energía destructiva. El guión sólo está basado muy tangencialmente en la novela ‘Oil!’, de Upton Sinclair, y su resultado final poco tiene que ver. En realidad es una novela de Paul Thomas Anderson, que llevada a la pantalla por él mismo congrega toda la sabiduría y los logros de su cine anterior, hasta convertirse en un director completamente nuevo.

Habiendo adoptado en secreto al bebé de su compañero muerto, ya de niño se referirá a él como su socio, y la relación entre ambos será el corazón del filme. Por mucho que Daniel nos parezca un arribista sin salvación, siente amor por su falso hijo, y se siente terriblemente culpable por el accidente que le deja sordo, y por tener que abandonarle para que otros cuiden de él. Es decir: Plainview ama y sufre, a su manera. Y si le hace daño a su hijo, y es tremendamente cruel al final, lo hace seguramente por un enorme sufrimiento que, según él, le justifica. El bellísimo inserto en el que un anciano Daniel baja por las escaleras y recuerda (o simplemente Anderson recuerda) un momento de felicidad con su hijo de muchos años atrás, es la plena demostración de ese sufrimiento. Otra cosa muy distinta es lo que siente por Eli (un Paul Dano magnífico), un hipócrita sacerdote que tratará de enfrentarse y de humillar a Daniel constantemente. Su rivalidad es algo más que la rivalidad luz-oscuridad, pues si Daniel es la oscuridad, Eli es un mequetrefe, un falso profeta, aún peor que él, pues esconde una codicia semejante envuelta en graves palabras religiosas.

Daniel por fin se sentirá un poco más comprendido cuando llegue su hermano Henry (un excelente Kevin J. O’Connor, siempre un gran secundario con una admirable carrera a sus espaldas), a quien él considera como una parte de él, al tener su misma sangre. Pero cuando descubra que le ha mentido, y que no es realmenten su hermano, a la ira que le produce volver a quedarse solo, se une la culpabilidad de que él también es un falso padre con H.W., y es tremendamente poético que le entierre en un agujero en la tierra que supura petróleo. De hecho, este es un filme eminentemente poético, antes que narrativo: la primera imagen de Daniel es en un pozo oscuro golpeando la roca con su pico, y la extraordinaria música de Jonny Greenwood (mítico guitarrista de Radiohead) sugiere algo diabólico que nace de la tierra, que vive en ella. Cuando sufre una caída que casi lo mata, su agónico “¡no!” es un regreso de la muerte, como si por algún pacto se hubiera hecho inmortal.

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Anderson lo filma todo sin prisas, con un soberbio sentido de la atmósfera, más preocupado por investigar el corazón de sus personajes, que por ofrecer una narración entretenida. A pesar de eso, el dinamismo de la puesta en escena, la amplitud de la mirada y la observación de Anderson, son muy notables. Los planos muy largos, las tomas elaboradas, la audacia y belleza de sus secuencias, le certifican como uno de los más profundos y exquisitos directores vivos. Empleando un scope extremo (un aspect ratio de 2.39:1), en perfecta connivencia con su habitual operador Robert Elswitt, extraen una enorme fuerza expresiva de los escenarios naturales de California y Texas, y no me parece descabellado intuir no sólo una gran influencia del trabajo de Néstor Almendros para ‘Días del cielo’ (‘Days of Heaven’, Terrence Malick, 1978), también una enorme influencia del propio Malick, del que probablemente sea el alumno más aventajado.

El diseño de producción, además, es obra del casi legendario Jack Fisk, que en cuarenta años de carrera ha hecho una docena de películas, entre las que se cuentan todas las de Malick, unas pocas de Lynch y algún remake desastroso. Su recreación de finales del siglo XIX y primeras tres décadas del XX es un prodigio de documentación histórica, de verismo, de detallismo, y debió haber ganado el Oscar mucho antes que el ‘Sweeney Todd’ de Tim Burton. Basándose en documentos y fotografías de la época, en numerosa bibliografía y en artistas de aquel entonces, Fisk da vida con su talento a este post-western, que es una crónica de la desaparición de las grandes praderas, de la sustitución de la naturaleza por bosques de metal y grandes mansiones, de cómo el petróleo ha cambiado la faz del mundo y la sociedad del hombre. Y lo hace sin gigantismos (su presupuesto es realmente irrisorio, comparado con otras películas importantes actuales), insinuando más que retratando.

Conclusión a una lírica obra de arte

Decir que ‘There Will Be Blood’ es única es quedarse corto, quizá. Aquel año compitió en los Oscar, y de ocho premios sólo se alzó con dos (mejor actor para Day-Lewis y mejor dirección de fotografía), mientras que la triunfadora fue la insulsa ‘No es país para viejos’ (‘No Country for Old Men’, Joel y Ethan Coen), pero como suele suceder con estos premios, poco importa. De hecho, el Oscar ya es poca cosa, y lo hubiera sido para Anderson, que de cinco nominaciones, tiene cero premios, y sigue siendo un director esencial del cine norteamericano. No resulta nada fácil acercarse a las afiladas imágenes de este filme imperecedero, al que se acercarán, estoy seguro de ello, generaciones futuras de cinéfilos, fascinados por su atroz verdad.

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