Hay dos tipos de películas francesas que llegan de manera masiva a nuestros cines. En primer lugar, la mil veces parodiada "comedia francesa del año", de la que por lo menos hay un estreno mensual, que suele convertirse en éxito de nicho (y si no se llega a estrenar, es porque alguien en España ya ha comprado los derechos para un remake). En segundo lugar, historias de superación personal, comedias conscientemente elevadas y dramas familiares, que suelen resultar bastante más sugerentes, con títulos que han pasado a la historia como 'Intocable', 'La familia Belier' o el cine de Quentin Dupieux. Por suerte, 'Érase una vez mi madre' pertenece a este segundo grupo, aunque eso no significa que pase el examen con nota.
Érase una vez la dueña de una flor
Hay que hablar, en un momento dado, sobre las películas que no saben terminar. Esas que cuentan una historia, pero se enamoran tanto de sus personajes que, una vez cerradas las tramas, continúan y continúan hasta la extenuación, despidiéndose mil veces y dando varias vueltas de campana para un espectador que ya había quedado satisfecho con el final del primer acto. Es lo que ocurre en 'Érase una vez mi madre', que empieza con fuerza narrando la historia de un niño que no es capaz de andar y una madre convencida de que podrá conseguirlo y termina sumando epílogos, apéndices y saltos en el tiempo que, realmente, nunca terminan de sentirse naturales.
Parte de la culpa, creo, es de que el protagonista de la cinta, Roland Perez, sea también el guionista y nadie le haya explicado que el destilado de la película es mucho más interesante que la versión extendida contando su triunfo como adulto. Y es que la historia principal es prácticamente intachable, tanto a nivel técnico somo creativo: el reparto juvenil es magnífico, la introducción de la música de Sylvie Vartan conmovedora y, aunque sus personajes protagonistas sean frustrantes e incoherentes en ocasiones, es imposible no coger cariño a su via crucis particular, obsesionados por la recuperación de Roland. De hecho, la propia cinta pone un punto y final fantástico que se permite el lujo de cerrar el círculo en todos los aspectos. Después, continúa. Y ya no es lo mismo.
Es, por así decirlo, como si el final de 'Bohemian Rhapsody' fuera solo el segundo acto y aún quedara un rato más viendo a los componentes de Queen triunfando sin Freddie Mercury. La película continúa, de manera extenuante, mostrando la vida adulta de Roland y su compleja realidad con una madre excesivamente presente y sofocante que acaba repitiéndose a sí misma y gangrenándose, impidiendo salir con buen sabor de boca de una cinta a la que le habría venido bien ser consciente de qué es lo que realmente quiere contar.
Érase una vez un incansable luchador
Sin embargo, hasta llegar a este terrible desliz, la película es deliciosa, con personalidad propia, repleta de carisma y situaciones icónicas: Roland caminando con las manos y arrastrándose por el suelo de la casa, su madre llevándole a hombros siempre por la misma esquina de cada calle, el padre resignado a un presente de obsesión, el niño aprendiendo a leer gracias a las letras de Vartan... Es puro cine francés, algo previsible pero modélico, repleto de humor y con estilo tras la cámara, capturando mágicamente el ambiente de finales de los años 60 en un suburbio de París.

Todo el castillo de naipes dramático y cómico se podría haber caído fácilmente sin una actriz que pudiera aguantar sobre su espalda el peso de un personaje tremenda y visceralmente complejo. Leila Bekhti consigue dar en el punto exacto entre la constancia, el descaro y la molestia que una madre como Esther supone en la vida de sus hijos, que igualmente están fabulosos. Especialmente, claro, Naïm Naji y Gabriel Hyvernaud, los Roland jóvenes, que logran opacar y superar por completo a un Jonathan Coen que tristemente no sabe captar los matices del guion (y es una parte importante del naufragio inevitable del tercer acto).
Al final, 'Érase una vez mi madre' trata no solo de mostrar lo que el amor de una madre puede hacer por su hijo, sino también de las distintas maneras de amar, de lo desagradecidos que nos hacemos al crecer, de ese momento adulto en el que da pereza llamar a tus padres, de darte cuenta que no les conoces en absoluto, de enfrentarte a tus miedos y a tu pasado. Sin embargo, se obliga a pasar por todo ello en un tercer acto algo aturullado que no logra enganchar con el público emocionalmente. Al menos siempre nos quedarán las canciones de Sylvie Vartan.
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