'High-Rise', arribismo atemporal

'High-Rise', arribismo atemporal

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'High-Rise', arribismo atemporal

El arribista es la forma culta de denominar al comunmente llamado hoy día trepa, aquel que hará todo lo posible por ascender hacia una clase social a la que muy probablemente no pertenezca. El brillante actor Tom Hiddleston da vida a un arribista en la nueva película de Ben Wheatley, ‘High-Rise’ (2015), que adapta la novela de J.G. Ballard ‘Rascacielos’, publicada en 1975, otra granito de arena al futuro visionado por el escritor que en cine ha sido adaptado por muy diferentes directores.

Dejando a un lado la biográfica novela que adaptó de forma magistral Steven Spielberg, Ballard ha tenido en David Cronenberg a su traductor visual más admirado, no sólo por la infumable ‘Crash’ (íd., 1996), sino también por ‘Vinieron de dentro de…’ (‘Shivers’, 1975), filmada el mismo año de publicación de ‘Rascacielos’ y que semeja una aproximación al universo Ballardiano en toda regla. Algo de Croneberg pilla Wheatley en ‘High-Rise’ que, a falta de ver ‘A Field of England’ (2013), me parece el film más equilibrado de su director.

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Diferencia de clases

‘High-Rise’ recuerda también a la excelente ‘Rompenieves’ (‘Snowpiercer’, Bong Joon-ho, 2013) por la representación, en un espacio físico concreto —en aquélla un tren, aquí un rascacielos— de las diferentes clases sociales que llenan este cada vez más inhumano mundo. Evidentemente, lo más alto está reservado para fastuosos jardines en los que hay hasta un caballo, entre caprichos varios; y el lugar más bajo pertenece al “pueblo”, con imperfecciones técnicas varias en el lujoso edifico.

Unos no quieren verse pisados por los otros. Unos envidian a los otros. Unos desean a los otros, incluso desean ser ellos. Los de más abajo se quejan —siempre ha sido así— y los de arriba no quieren ni oírlos, sólo demostrarles que ellos mandan y ordenan, incluso en la forma de divertirse —la única razón de envidia por parte de las repugnantes clases altas, esa sensación de felicidad conseguida con muy poco—. En medio, el arribista, que saca provecho de todo cuanto puede.

Narrada la mayor parte en flashback, ‘High-Rise’ tiene dos partes bien diferencias, separadas por el instante en el que el caos se apodera del mundo dentro de ese enorme edificio, en el cual la anarquía más inexcusable, pero lógica, campa a sus anchas. La basura como barricada, las orgías desfasadas como liberación mental, la violencia como reproche, la comida de animales como propia —atención al instante de Luke Evans comiendo de una lata de comida de perro tras haberse saciado con Sienna Miller en lo animal/sexual—. Y cuando todo se calma, la negación del caos.

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Viendo el futuro a través de un caleidoscopio

A ‘High-Rise’ se le puede acusar precisamente de ser caótica, de que su anarquía narrativa sea más “por falta de ideas que de una decisión consciente”. Sin embargo, creo que sí hay consciencia a la hora de representar el universo de Ballard de esa forma, emparejada con el caos del ser humano que camina hacia el precipicio. Sí podría considerar que el film es algo cargante en su formalismo tan medido. Secuencias que son montajes encadenados de ideas varias, algunas que por supuesto rechazamos —la vuelta al primitivismo—, otras que funcionan a modo de advertencia —un grupo de niños destruyendo la maqueta del mundo futuro soñado por el arquitecto al que da vida Jeremy Irons—.

Los niños destruyendo el sueño de sus mayores. Curiosa idea, trazada en una sola imagen de pasada, que enlaza con la advertencia final que el film propone. A pesar del caos montado, de las innecesarias muertes, de alcanzar un fin que justifica los medios, del horror más bestia, la historia no sólo puede repetirse, sino que incluso pueden venir tiempos peores. La sugerencia de los sucesos de mandato —ahí el film es muy claro—, mientras se oye cierto mensaje, así lo demuestra.

Wheatley lo filma todo con una energía muy controlada. Su cámara permanece firme ante tanto caos destructivo, y personalmente agradezco que no eche mano de recursos visuales facilones en lo que a la misma se refiere. La cámara no pierde el norte —algo que sí haría otro director que pulula en la sombra en este film: Terry Gilliam—, y encuadra con la elegancia que sólo Hiddleston reserva a su personaje, siempre impoluto, el caos humano más vergonzoso y atractivo.

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