“Siempre me atraganté con la cuchara de plata” – Charles Foster Kane
No soy partidario de los consensos. Siempre hay algo de vaguería intelectual, de resignación o conformismo en todos ellos. Desde mediados de los años cincuenta (no desde su estreno en 1941), la crítica norteamericana y, por arrastre, la del resto del mundo, ha considerado a ‘Ciudadano Kane’ (‘Citizen Kane’, Orson Welles) la mejor película de la historia del cine. Y en las listas de las revistas especializadas, cada vez que se lleva a cabo una votación entre las 10 o 100 mejores, este título encabeza la lista de manera invariable. Pretender elegir una película, entre las muchas grandes películas de la historia, ya me parece una osadía, incluso para los que las han visto todas y han reflexionado a fondo sobre cada una de ellas (¿acaso alguien puede?). Pero es que existen numerosos factores que confluyen en la creación de este magno pedazo de celuloide, sobre todo la cristalización de diversos valores técnicos, narrativos y artísticos, estrictamente cinematográficos, y la importante fecha en que tuvo lugar su realización, y por todo esto es lógico que ‘Ciudadano Kane’ sea una de las películas más importantes e influyentes en la corta historia de este arte todavía en desarrollo.
En mi personal experiencia con la filmografía de este cineasta inigualable (a quien le queda pequeña la expresión indómito), tengo títulos que me emocionan mucho más y que recuerdo con mucha mayor pasión, como ‘El cuarto mandamiento’ (‘The Magnificent Ambersons’, 1942), ‘Sed de mal’ (‘Touch of Evil’, 1958) o ‘Campanadas a medianoche’ (‘Chimes at Midnight’, 1962), pero no hay duda de que Kane, deslumbrante, pasmoso debut a los veinticinco años de un hombre que ya había triunfado en teatro y en el medio radiofónico (con su mítica locución de ‘La guerra de los mundos’) merece todos los elogios por adelantarse varias décadas a su tiempo y porque lo hizo, no hablando del poderoso empresario William Randolph Hearst como si de un poético biopic se tratase, sino simplemente de George Orson Welles, en una de las más apasionantes confesiones fílmicas (muchos han dicho que todo arte es una forma de confesión) que se recuerdan, empezando por el final (la muerte), pasando al principio (las preguntas sin respuesta) y concluyendo por el misterio y el enigma infranqueables, expresados por esa altísima verja de metal que encierra (y vuelve inexpugnable) el castillo de los recuerdos llamado Xanadu.
Para entender la fama de Welles a finales de los años treinta, y la situación personal que motivó un contrato impensable por parte de la extinta RKO a un muchacho que todavía no había filmado nada en su vida, no hay que olvidar que la radio era mucho más entonces de lo que es ahora, y que su versión oral de ‘La guerra de los mundos’ de Wells causó una histeria colectiva en Nueva York y Nueva Jersey (para quienes no se habían enterado de que era una ficción radiofónica, espléndidamente realizada) pensando que se trataba de una invasión real. Firmó para dos películas en las que tendría el control absoluto, dentro de un presupuesto, y hay quien no se cansa de decir que tanta libertad fue en verdad la tumba de Welles en los grandes estudios, pues al fracaso comercial de su debut le siguió la mutilación parcial de ‘El cuarto mandamiento’, la rescisión de su contrato y una injusta fama de egomaníaco despilfarrador. Pero tampoco hay que olvidar que estuvo a punto de filmar una particular versión del genial ‘El corazón en las tinieblas’ de Conrad’, proyecto abandonado por sus altos costes y cuya versión por parte de Coppola (quien tiene en Welles su gurú particular…también en Wells…), casi le cuesta la ruina, la salud y la muerte. Orson escribió un magnífico guión al alimón con Herman J. Mankiewicz, y se dispuso a hablar de su propio corazón entre tinieblas.
El trineo abandonado en la nieve
Cuentan que cuando llegó al primer día de rodaje, Orson Welles enseguida se puso a colocar los focos de luz y a preparar las cámaras, hasta que le dijeron que para eso ya había un tipo al mando, nada menos que Gregg Toland, y dejó de preocuparse por ello. No sé hasta qué punto es cierta la historia, pero si lo es ejemplifica hasta qué punto Welles era un novato en esto de hacer películas. Eso sí, nunca un novato (ni muchos veteranos) ha demostrado una apropiación tal, y una intuición semejante, de las formas dinámicas del cine, haciendo uso narrativo y lírico de cada encuadre, cada punto de luz, cada corte de montaje. En Welles, desde esta primera película, las zonas en sombra (o en negro) de los planos, son tan importantes, o más, que las zonas iluminadas. Y los decorados profusamente detallados, con enormes paredes y techos (no fue el primero, pero sí el que les dio mayor importancia en una época más temprana), y con una profundidad de campo que convertía las raíces dramáticas del teatro en algo arcaico, molesto, y que dejaba penetrar por sus grietas la vida en toda su complejidad. Viéndola de nuevo, no da la impresión de que hayan transcurrido setenta años desde su aparición, sino que faltan todavía otros setenta para que pueda ser comprendida, y asimilada, en toda su grandeza estética, moral e intelectual.
El poder de algunas imágenes, numerosísimas, es incontestable, y no disminuye con el paso de los años, sino que gana en intensidad y misterio. La primera escena, con el fallecimiento de Kane, al que no vemos el rostro (no me parece casual, como nada en ella) representa en sí misma el mayor misterio de la película. Y aunque pronto comprenderemos qué es Rosebud, y no será muy difícil acceder al sentimiento de nostalgia que provoca la nieve en el protagonista, nunca conseguiremos acceder, aunque creamos que toda la película se dedica a ello, cuál es la personalidad y los sentimientos más profundos de Kane, quien según va haciéndose más anciano, y le van sucediendo algunas desgracias personales y financieras, y se amontonan las preguntas y algunas respuestas poco convincentes, se va encerrando más y más en sí mismo, hasta que se queda completamente solo. Y es que es tan difícil saber por qué Kane era lo que era, como lo es preguntarse lo mismo acerca de Welles. Observar a la enfermera a través del cristal roto de Kane, a los periodistas a los que se ve el rostro porque siempre están en sombras, el alucinante encandenado a través de la cristalera en plena tormenta…todo ello forma parte del ritual de ver ‘Ciudadano Kane’ y de acceder a la imaginación visual de un hombre asombroso para el que cualquier medio de expresión era susceptible de convertirse en algo más grande que la vida.
El desmesurado mundo barroco de Welles es perfecto para hablar sobre tantas cuestiones (desmintiendo que el cine, en apenas dos horas, pueda contar historias complejas o profundas como lo hacen ahora las mejores series de televisión) como el poder de la prensa, la búsqueda de la inocencia perdida, la hipocresía del aparato político estadounidense, la ambición despiadada de los bancos, el empleo del dinero en el cada vez más voraz sistema capitalista.. y todo ello sin perder la dimensión humana de una historia de amistades traicionadas, amantes fugaces, la lucha de un hombre por cambiar el mundo y siendo derrotado de manera irremisible por él. Y lo que en un principio parece un falso documental se transforma a continuación en una fábula moral. Y a continuación en un melodrama avasallador. Y finalmente en cine imposible de catalogar, al que solo se puede asistir, abrumado por no sé qué hipnosis que impregna cada imagen y la fija en el subconsciente, como un sueño. Sueños de poder y de ambición, y de regresar a un pasado cada vez más lejano y más imposible, en el que la felicidad era posible gracias a un trineo de madera. Esculpiendo la verdad a base de mentiras en su periódico, la mentira será la defensa más consistente frente a un mundo gris e implacable.
La portentosa fotografía de Gregg Toland, otro de los genios que de en cuando empujan la técnica cinematográfica más allá de lo imaginable, el audaz empleo de una cámara que siempre deja evidente la intención de la puesta en escena (en oposición al estilo invisible de otros directores), se unen al temperamento de Welles para que en cada escena, casi, haya una solución visual ingeniosísima, que pone patas arriba la concepción de la secuencia dramática y que encierra ideas o sensaciones de profundo calado emocional o psicológico. Pero creo que en la tragedia de un hombre solitario al que nadie comprende y que posee la llave de un mundo más bello y más justo Welles se superó en ‘Campanadas a Medianoche’, y en su narración del abuso de poder y en la decadencia física y emocional nos estremeció mucho más con ‘Sed de mal’, y en la crónica de un mundo hipócrita que aplasta los valores más perdurables del ser humano fue mucho más lúcido aún en ‘El cuarto mandamiento’. Sin embargo ya nada puede desbancar a ese tótem de la cinematografía que es Kane, que cumple tantos años como vivió su personaje, y como, irónicamente, vivió el propio Welles, y es que a veces las coincidencias (o no) hacen algunas películas todavía más enigmáticas y hermosas.
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