'Bram Stoker's Dracula', la renovación de un mito

'Bram Stoker's Dracula', la renovación de un mito
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La sangre es la vida…y será mía…

-Vlad Tepes

En los fabulosos comentarios del director de la edición en DVD de esta película, y en su introducción, Coppola asegura que el conde Drácula está basado en un personaje histórico, el noble rumano conocido como Vlad “El Empalador” Tepes. Esto es inexacto, por lo que me veo obligado, de forma temeraria pero también honesta, a corregir al maestro. Stoker no se basó en Vlad Tepes, simplemente cogió el nombre por el que se le conocía, Dracul, que leyó en un añejo volumen llamado ‘An Account of the Principalities of Vallachia and Moldavia’. De hecho se basó más en personajes reales como la condesa Erzsébet Báthory, y en su propio jefe, el histrión Henry Irving (uno de los actores más famosos de la época, y que estaba destinado a interpretarlo).

Esto se puede documentar en la maravillosa biografía escrita por Barbara Belford sobre el escritor, o en la que quizá es una de las mejores ediciones de ‘Dracula’ del mundo, la que sacó Valdemar en 2005 (con valiosísimas informaciones compiladas por su traductor y prologuista Óscar Palmer Yáñez). Pero lo cierto es que con el estupendo guión de James V. Hart (con toda probabilidad, lo mejor que ha hecho en su vida este irregular escritor) y con el tratamiento visual de la historia por parte de Coppola, realmente parece que nos cuentan una página perdida de la historia de Europa.

Un prólogo legendario y un primer tercio sorprendente

Con unas imponentes notas a piano que parecen amenazadores tañidos de campanas infernales (la música es obra del genio Wojciech Kilar, que saltó a la fama mundial con este imponente score) pasamos a una recreación en maqueta de la famosa cúpula de Constantinopla, y a una poderosa imagen del derribo de su cruz cristiana por el signo de la media luna musulmana. Un mapa de Europa con la sombra de la media luna avanzando a través. Un brazo protegido por una armadura roja y empuñando una espada se opone a esa sombra.

El prólogo de esta película establece de manera rotunda el tono visual, emocional y lírico de esta película. Un prólogo hecho con cuatro cuartos, pero muy bien planificado, inspirado en parte en ‘Iván el Terrible’ (Eisenstein, 1944/1958) y en ‘Campanadas a medianoche’ (Welles, 1966), y cuya batalla está resuelta con sombras sobre fondo rojo al modo de un guiñol de marionetas, para ocultar el bajo presupuesto de que disponían. Además, ya percibimos que a pesar de estar inmersos en plena época de cambios informáticos (la excepcional ‘Terminator 2’ se había estrenado un año antes, asombrando a los espectadores con su villano de metal líquido) Coppola había optado por un estilo de efectos más antiguos, pasados de moda, pero puestos al día.

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Así, cuando Elizabetha, conociendo la (falsa) muerte de su amado, se suicida lanzándose al Río Princesa, está claro que tanto las nubes del cielo como las que rodean el castillo, son falsas. Pero el efecto que producen, mostrando tan directamente su falsedad, es una teatralidad cómplice con el espectador que ya se ha perdido en el cine (por cierto que el plano es un homenaje a la película preferida de Coppola de terror, el icónico ‘Nosferatu’ de Murnau, 1927). Se emplean con asiduidad, también, los planos combinados (una imagen de otro plano dentro del plano, como un ensueño), pero todos los efectos son ‘a cámara’.

El príncipe Vlad renuncia a Dios por el dolor de su esposa muerta, a la que la Iglesia maldice por haberse suicidado, y arroja el agua bendita mezclándola con la sangre de ella. Clava la espada en la cruz, y de ella brota sangre como de un animal herido. Es un ángel caído que lo dio todo por una causa y no obtuvo más que dolor. El escenario, una sencilla capilla, diseñado por Thomas Sanders y Andrew Precht, deviene un sangriento collage de imaginería cristiana, la más oscura y violenta de todas las religiones. Este prólogo magistral es uno de los mejores bloques de la película, sin duda.

A partir de aquí el guión sigue bastante fiel al libro en cuanto a los hechos. Jonathan Harker (un inexpresivo y sosísimo, como acostumbra, Keanu Reeves, y el mayor miscasting de la película) se despide de su prometida Mina (guapísima y espléndida Winona Ryder, a quien Coppola perdonó haberle dejado tirado a última hora para ‘El padrino, parte III’) que parece mucho más lujuriosa que en la novela, pues devora a Harker a besos. Harker es enviado a Transilvania, como sabemos. Una elegante (y absurdamente criticada) transición en la que el ocelo de un pavo real se transforma en un túnel a través de las montañas da paso al viaje hacia lo desconocido.

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Todo el segmento de Harker en Transilvania es el más barroco, imaginativo, alocado y fastuoso de la entera carrera de Francis Ford Coppola. Y todo ello rodado a cámara, insistimos. Así, tenemos en primer término el diario de Jonathan, y proyectada en él a la sombra del tren en el que viaja; el castillo de Drácula (que asemeja un hombre torturado sentado en su trono si observamos bien) que es una maqueta pintada en cristal superpuesta al plano en el interior de un estudio… De hecho, aunque parezca asombroso, toda la película está filmada en estudio.

Una vez que llega al castillo, obtenemos una impresionante creación sonora de ambientes, ecos y gemidos que parecen poblar el castillo (no en vano, uno de sus tres Oscar lo ganó a los Efectos Sonoros de Tom C. McCarthy y David E. Stone), además de unas sombras que parecen actuar de forma ajena a sus dueños (un efecto artesanal más complicado de lo que parece). En cuanto al conde, se aleja de manera consciente y radical, de otras iconografías famosas del mismo, como el mítico frac inmortalizado por Bela Lugosi. Tan establecida estaba esa imagen hasta la llegada de los vampiros de Anne Rice, que la gente se disfrazaba de vampiro poniéndose un frac, quizá con una pajarita roja…

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De manera progresiva, Harker va comprendiendo que está en serio peligro y que su anfitrión tiene algo de diabólico. En esa progresión hay varios momentos inolvidables, como cuando le arrebata algunas preciosas gotas de sangre de su hoja de afeitar, cuando observa al conde bajar reptando por el muro del castillo, o la ya famosa secuencia erótica con las novias de Dracula. Coppola las quería a todas completamente desnudas, pero aunque no se salió con la suya, la escena es verdaderamente subyugante. Ahí tenemos a tres diablesas (una alucinante Monica Bellucci en su primer papel en cine, junto a Michaela Bercu y Florina Kendrick, esta última rumana, por cierto) haciendo enloquecer a Harker de sexo y voluptuosidad.

Cuando Dracula aparece (con un efecto, como los de todas las apariciones de las chicas, propio del repertorio de un mago de feria) Harker, ahora, enloquece de horror. Pero enseguida volvemos al sexo (esta es, desde luego, una película sobre el sexo) con la muy sensual relación de Mina y Lucy (una sexy Sadie Frost, de quien esperábamos más cosas de las que ha hecho), que a la llegada del Conde, y empapadas de lluvia, jugueteando en el laberinto del jardín de Lucy, se besan de manera poco casta, por decirlo de alguna manera. Pero de la fenomenal secuencia del desembarco hablaremos en el siguiente capítulo, con calma, pues lo merece.

Estudio F.F. Coppola en Blogdecine

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