'Novecento': el ambicioso lienzo inacabado de Bernardo Bertolucci se convierte en una experiencia única

'Novecento': el ambicioso lienzo inacabado de Bernardo Bertolucci se convierte en una experiencia única

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'Novecento': el ambicioso lienzo inacabado de Bernardo Bertolucci se convierte en una experiencia única

El Bertolucci de 'Novecento no tuvo reparos en apelar a sus espectadores de la forma más directa que pudo, rompiendo con el ritmo de una narración fraguada durante más de trescientos minutos desde la observación de un lienzo naturalista que recorría la primera mitad del siglo XX en los campos italianos.

Un joven Gerard Depardieu, encarnando al emblemático y combativo Olmo Dalcò, miraba a cámara en un primer plano frontal para buscar nuestros ojos y hablarnos directamente sobre el fascismo, la lucha obrera y la opresión histórica al campesinado, volviendo después al convencionalismo formal.

Depardieu

Este atrevimiento nos explica la tónica de la que sin duda es la obra más ambiciosa del recientemente fallecido Bernardo Bertolucci. Tan solo por su duración titánica, 'Novecento' ya merece el respeto de quienes se acercan a ella. Y hay que reconocerlo: es una película imperfecta. Sin embargo, es su imperfección la que la hace monumental, la que la convierte en una experiencia colosal, en un cuadro en movimiento que nos cuenta la fábula de un país, de una sociedad en constante evolución, de un enfrentamiento donde subyace el desencanto.

'Novecento' nos habla del fin de la aristocracia-burguesía italiana que ya recogiera 'Gatopardo', y de la que parece heredera espiritual 'Lazzaro feliz' en la salvación del obrero y el abandono en la periferia urbana. Pero también hay en el filme algo de romance prohibido.

Late el mismo sentimiento que en 'Romeo y Julieta': una atracción que puede ser letal para los amantes, descendientes de familias enfrentadas durante toda la historia. La relación shakesperiana de Olmo Dalcó (Gerard Depardieu) y Alfredo Berlinghieri (Robert de Niro), que se extenderá durante todo el metraje, será el hilo conductor del relato.

Los resortes narrativos de 'Novecento' tienen reminiscencias bíblicas, como observó acertadamente Roger Ebert. Se suceden plagas, conquistas, muertes y pasiones en un relato a medio camino entre el naturalismo más literario y el cuento.

A pesar del espacio que requiere Bertolucci, y que parece suficiente para tratar los temas que le interesan, no sólo quedan cuestiones sin dilucidar, sino que a lo largo de sus más de cinco horas de duración, la película queda descompensada por el hincapié del director en sus protagonistas. Quizá también pese que el proyecto original se concibiera como una historia de tres partes de las que sólo se rodaron dos.

El colosal ejercicio fílmico de 'Novecento' está marcado por un estilo frankenstiniano en lo narrativo y lo formal, que nos podría llevar a concebir la obra como una historia de historias. Al mismo tiempo que los planos generales con muchos personajes en exterior recomponen representaciones casi pictóricas del contexto social y magnifican la experiencia de la película, existen momentos de tono intimista donde la escena la ocupan pocos personajes.

Además, son fundamentales las secuencias del autor de ‘El último tango en París’, en las que, como afirma Luis Martínez, se debate constantemente entre Marx y Freud, entre la denuncia y la provocación.

[Atención: este artículo contiene spoilers de la película. No sigas leyendo si no quieres saber más.]

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El cuarto estado: antes de la guerra

La condición pictórica de 'Novecento', a la que hay que aludir de forma obligatoria tan solo por el trabajo de iluminación de Vittorio Storaro en su cuarta colaboración con el director italiano, se marca desde los créditos iniciales con la aparición de 'El cuarto estado', obra de Giuseppe Pellizza da Volpedo que representaba, a principios del pasado siglo, una huelga campesina.

La decidida marcha de los campesinos de Volpedo es la misma que la de los personajes de Bertolucci, a los que acompañaremos durante casi medio siglo en un épico e irregular trayecto. Nos situaremos primero en 1945, para continuar con un flashback que nos lleva hasta 1902. Con la voz rota, se anuncia la trágica noticia: Verdi ha muerto. Con el simbólico fallecimiento de la gran figura del Risorgimiento italiano comenzarán los síntomas y las dolencias del nuevo siglo.

Bertolucci, más interesado en los grises que en una cuestión meramente ideológica, decide humanizar a la clase que oprime el campesinado. Ahí es donde entra Alfredo, primero niño y después patrón, enfrentado a su patrimonio familiar, a la ética y a su amistad con Olmo. El segundo, hijo de jornalero y de conciencia marcadamente socialista, será su compañero de juego y su trágica contraparte. Ambos sufrirán la muerte de sus abuelos, patrón y campesino, y heredarán el conflicto entre dos clases necesariamente confrontadas.

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Olmo y Alfredo forjarán rápidamente una amistad que les unirá con fuerza, a pesar de las negativas familiares -especialmente desde la familia Berlinghieri- a esta relación. La mágica escena de atrevimiento, en la que Olmo insta a Alfredo a tumbarse en las vías del tren, al igual que él hace, anticipa el lirismo y el tono de fábula que adoptará en diferentes momentos la película. Entre tanto, nuestra pintura avanza y pinta al campesinado italiano sobre sus trazos anteriores, alcanzando el final de la Primera Guerra Mundial.

El final de la Gran Guerra

En un fundido a negro en un vagón de tren, jóvenes obreros e hijos de jornaleros se convierten en soldados que vuelven al hogar. Con pocas pinceladas volvemos a una situación concreta: ha acabado la Gran Guerra, y la situación de los jornaleros es incluso más penosa que antes. El despótico Giovanni, padre de Alfredo, ha contratado a Attila (Donald Sutherland), que habla orgulloso de progreso ante las quejas de los trabajadores.

La penosa situación que retrata Bertolucci recupera de nuevo la vocación histórica, representando continuas luchas y protestas de los campesinos, pero también un elemento clave: la aparición de Ada, burguesa y bohemia. No en vano, ésta le pide a Alfredo que le recite un poema futurista, mención fundamental no sólo a la vanguardia histórica sino a todo lo que encierra la corriente: el culto al progreso y la velocidad, la superioridad de la máquina y la violencia.

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Aún nos debatimos entre el melodrama y los alivios dramáticos, y aún Alfredo y Olmo son reconciliables. En un tramo que se debate entre los caprichos burgueses de juventud y el amor militante, los dos jóvenes encuentran a sendas mujeres de las que caen prendados. Pero ambos han de heredar la carga que les corresponde, y que condena su enfrentamiento.

El final del primer acto inicia con una dinámica escena exterior en la que seguimos una procesión de muertos socialistas, plagada de planos cerrados con cámara al hombro. Attila, definitivamente envenenado por el fascismo, propaga su pútrido mensaje en una habitación donde le acompañan otros fieles, con una planificación mucho más estática, menos naturalista. Y aquí aparece el Bertolucci más político, para declararnos desde la imagen: el fascismo se fabrica a escondidas, el socialismo es orgánico y público.

'Novecento': el fin del patrón

La segunda mitad de ‘Novecento’ es considerablemente más irregular. Divagando entre los caprichos burgueses de Alfredo y su historia romántica y posterior boda, asistiremos a un ejercicio mucho más intimista en el que Bertolucci, como es habitual en su filmografía, tiene especial interés en el plano de lo sexual.

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Asistiremos, por un lado, al salvajismo de los camisas negras, liderados por Attila, y su persecución de socialistas y maltrato a los campesinos. Por el lado de nuestros protagonistas, Olmo y Alfredo se reconocerán como definitivamente irreconciliables, especialmente ante la pasividad del patrón ante la violenta conducta de Attila y sus seguidores.

El final de la película nos situará donde todo comenzó, en 1945, con la guerra acabada y con la persecución de los fascistas. Y Olmo volverá para apoyar a sus compañeros de fatigas, a los exhaustos campesinos que han sido drenados por las injusticias de sus patrones y las inclemencias de la guerra. No sólo serán señalados los que apoyaron a Mussolini, sino también los que se aprovecharon de los jornaleros y los que, con su pasividad y negativa al socialismo, permitieron el auge fascista.

Aquí volverán a confrontarse Alfredo, juzgado como patrón, y su amigo de infancia y juventud. Depardieu habla incendiario, pero también incomprensible, como señala una señora que le alaba pero afirma que no comprende nada. Y en eso queda el discurso del obrero: en el vacío. Los amigos se reencuentran, y de la euforia pasan a la disputa, que se hará eterna y que resuena a goyesca, a duelo a garrotazos entre dos viejos que se vuelven niños.

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