Añorando estrenos: 'El último tango en París' de Bernardo Bertolucci

Añorando estrenos: 'El último tango en París' de Bernardo Bertolucci

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Añorando estrenos: 'El último tango en París' de Bernardo Bertolucci

El insigne Ángel Fernández-Santos —parece increíble que lleve muerto doce años— comentaba al respecto de ‘El último tango en París’ (‘Ultimo tango a Parigi’, Bernardo Bertolucci, 1972) que se trata de una obra coja y desequilibrada, un poema sobre un náufrago en el asfalto parisiense, que es en realidad la sombra de una miseria colectiva. Qué gran forma de definir esta cinta tan polémica en su tiempo, e incluso ahora, al repetirse exactamente la misma polémica en una demostración de lo cíclico y absurdo de la vida.

Decía el crítico que Bertolucci había puesto en bandeja a Marlon Brando una de las oportunidades de su vida. El actor estaba en un momento inmejorable, el mismo año que ganaría su segundo Oscar, y a pesar de que ya no tenía que demostrar absolutamente nada a nadie, aún tuvo algunas cosas que decir en la década de los setenta. En el film de Bertolucci realiza una de las mejores interpretaciones de su carrera. Casi puede decirse que la película es él.

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‘El último tango en París’ da comienzo con un espectacular movimiento de cámara en el mismo lugar en el que años más tarde Leonardo DiCaprio “entrenaba” a Ellen Page en la multiforme ‘Origen’ (‘Inception’, Christopher Nolan, 2010). Un picado sobre el personaje de Marlon Brando en lo que es una clara declaración de intenciones. El film versará alrededor de él, el verdadero pilar de un film que cuando se aleja de Brando pierde todo interés e incluso resulta bastante insoportable. Dicen que el monumental actor improvisó la mayor parte de sus diálogos.

Define el crítico Aaron Rodríguez en su suculento texto sobre el film que Paul (Brando) —un nombre para el hombre sin nombre— es un vampiro, extraordinaria forma de definir a un ser que está harto del mundo, del ruido de la ciudad, de sus gentes e historias, de su pasado e incluso de un futuro muy incierto y que no es otro que la muerte, el futuro de todos. Un vampiro que, como muchos que no lo son, quieren retener algo imposible de retener, y que irónicamente es una invención humana: el tiempo.

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La entrega desde la pasión pura

El encuentro entre Paul y Jeanne —una María Schneider tan entregada como torpe en su interpretación— es un encuentro entre dos tiempos alejados. Una entrega a través del sexo puro y duro, donde no cabe otra cosa que el deseo animal, sin preguntas ni respuestas, sin historias ni excusas, sin nombre, sin identidad, solo atracción pura. Una de las secuencias culmen del relato es, cómo no, ese inesperado, y divertido por sencillo, intercambio de ruidos y gruñidos donde Paul y Jeanne se complementan y se entienden; sin necesitarse, sin condiciones.

De ahí que la verdadera polémica que suscitó en el momento de su estreno no fue tanto por las secuencias sexuales —superadas hoy día en muchas películas— como por el desarraigo moral que el film contiene y propone. Un desarraigo total y absoluto de prácticamente todo menos la entrega absoluta. El sexo sin límites como tabla de náufrago en un mar aislado y lleno de oscuridad, con la única condición de no ser nada ni nadie, de aceptar solamente el cuerpo como instrumento traductor de la pasión. Muchos la verán enfermiza, y así es si uno juzga desde la siempre equivocada posición moral de la embustera y farsante sociedad.

Así es que, cuando Paul y Jeanne empiezan a narrar sus historias, jugueteando con la ficción, con la imaginación —que siempre echa mano de cosas conocidas, transformadas a nuestro placer—, la verdad empieza a colarse por las rendijas de un piso que se cae a pedazos, de una casa que era impenetrable incluso para la luz que tanto teme un vampiro. La verdad como traición es algo impensable, pero se trata de una verdad producto de las imposturas y un pasado condicionado, no de la verdad que se siente sin más explicación que un gruñido.

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BRANDO

En esos momentos en los que Marlon Brando demuestra, sin ningún tipo de artificio, que un actor debe ser antes que parecer, son en los que ‘El último tango en París’ me fascina, me pervierte y me hace pensar una y otra vez, quizá porque en algún momento de mi vida, como seguro le ha pasado a muchos, me reconozco en la mirada del que no puede retener más su tiempo, reconociendo el último y trágico destino mientras se subvierte todo lo que se ha vivido. Es cuando Brando se hace aún más grande a nuestro lado, con sus gritos y silencios.

El resto no me interesa. Ni María Schneider, ni Jean-Pierre Léaud en un personaje realmente insoportable, cuya inclusión alude a un simple factor de contraste. Su cinema verité es falso, una impostura, un espejismo absurdo —curiosamente a través del cine— y hasta ñoño de lo que el amor puede representar y, sobre todo, nos han hecho creer. La captación del momento, con claros ecos de Truffaut y Godard —tan complementarios como, afortunadamente, diferentes— parece una burla que hace cojear el film porque no la necesita.

Astor Piazzola estuvo a punto de componer la banda sonora de la película, pero Bertolucci se decantó por Gato Barbieri, cuyo sonido del saxofón le parecía más adecuado para la historia. No podría haber sido más certero. El jazz mezclado con la fotografía de Vittorio Storaro son la pareja perfecta para la imagen/mirada que Bertolucci ofrece a través de un Brando que es el verdadero autor de la película. Esa mentira y farsa final de Jeanne, con Paul muerto al fondo, es otra prueba de ello. La verdad de ‘El último tango en París’ está en Marlon Brando.

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