Cannes es una alfombra roja

Cannes es una alfombra roja
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Ha pasado más de una semana desde mi regreso del Festival de Cannes y ha pesar de que he pensado bastante sobre el asunto, no logro llegar a una conclusión clara sobre lo que significó esa experiencia.

Fui a Cannes con mi cortometraje Tarde de Machos, seleccionado para la muestra —no competitiva— Tous les Cinemas du Monde. La muestra le dedicaba todo un día a Venezuela, en el que se exhibirían 3 largometrajes (Una Casa con Vista al Mar de Alberto Arvelo, La Ciudad de los Escribanos de José Velasco y Amor en Concreto de Franco de Peña) y 7 cortometrajes (Que importa cuanto duran las pilas de Gustavo Rondon Cordova; El Ultimo Frankenstein de Carmen La Roche; Cadena Reversible de Joel Novoa; Atenea y Afrodita de Harold Lopez Garroz; El Aprendiz de Jorge Hernandez Aldana; Sed en los pies de Tuki Jencquel y Tarde de Machos). Contrariamente a lo que pensábamos (y temíamos), la sala no estuvo vacía. Todo lo contrario, el público la colmó. Es justo destacar el invalorable apoyo del Centro Nacional Autónomo de Cinematografía de Venezuela.

Tarde de Machos se ha exhibido en cerca de 20 festivales de cine internacionales, incluyendo el festival internacional de cortometrajes de Clermont—Ferrand, considerado el más importante del mundo en lo que a cortometrajes se refiere, el "Cannes de los cortos". Nocturno, otro de mis cortometrajes, ha estado en cerca de 10 festivales internacionales. Yo he acompañado ambas películas a varios de esos eventos, lo que me hacía suponer que estaba preparado para lo que viviría.

No lo estaba. ¿Qué es lo que diferencia Cannes de otros tantos festivales? Le he dado vueltas toda la semana a esta pregunta. No se trata de la asistencia de estrellas —a Venecia, Berlín y hasta a La Habana, acuden—, no se trata de la calidad de las películas, ni de la asistencia de público, ni de los negocios que se hacen en el mercado, ni de la repercusión en la prensa (y vaya que la tiene: nunca antes me habían entrevistado tanto por asistir a un festival).

Cannes es todo eso, pero algo más. Cannes no es un festival de cine. Es más que un festival de cine. Cannes es un ritual. A Cannes no se va, se peregrina. Este año asistieron 150 mil fanáticos (del cine). Todo cineasta o fanático debe peregrinar, al menos una vez en su vida, a Cannes. A Cannes no se va a ver películas, sino a cumplir con un mandamiento. También se hacen negocios, porque Cannes es un gran templo que incluye un espacio para sus mercaderes. En Cannes se juntan la aristocracia del cine y las masas de seguidores.

Pero por encima de todo lo anterior, Cannes es la marcha roja, la breve caminata por la alfombra carmesí que conduce al Palacio de los Festivales, el día o la noche de un estreno. Una ceremonia que se repite por cada película en competencia, La Marche Rouge congrega miles de fieles en los alrededores del palacio, mientras desfilan actores, actrices, directores, productores y público en general. Cada personaje importante es debidamente anunciado por altoparlantes, fotografiado por cientos de fotógrafos y su estampa es reproducida por dos enormes pantallas. Como en las ocasiones transcendentales, se exige una etiqueta rigurosa para pisar la alfombra roja: smoking con corbata de lazo para los hombres, vestido largo para las mujeres, preferiblemente negro.

Después de haber estado allí, estoy convencido que sin alfombra roja, no existiría Cannes. Y sin Cannes, el cine; no sé si como arte, tampoco sé si como negocio, pero al menos como religión, se habría extinguido.

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