Especial Frankenstein (VIII): 'El jovencito Frankenstein' de Mel Brooks

Especial Frankenstein (VIII): 'El jovencito Frankenstein' de Mel Brooks

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Especial Frankenstein (VIII): 'El jovencito Frankenstein' de Mel Brooks

Tras muchas películas tratando el mito de Frankenstein de forma más o menos atrevida, siempre procurando conservar el espíritu contenido en las páginas de Mary Shelley, llega el momento de reírse sanamente de todo ello, y quién mejor que Mel Brooks con la que, sin duda alguna, es su mejor película de lejos. ‘El jovencito Frankenstein’ (‘Young Frankenstein’, 1974) goza de una muy merecida fama popular, objeto de culto y risas durante generaciones.

Fue durante el rodaje de ‘Sillas de montar calientes’ (‘Blazzing Saddles’, 1974) —una entretenida parodia del maravilloso género cinematográfico por excelencia— cuando el actor Gene Wilder le metió en la cabeza a Brooks que debía realizar una película sobre Frankenstein. Ambos se pusieron manos a la obra con un guión, el mejor que ha salido de sus mentes, un libreto en el que se conjuga con ingenio, y humor, elementos característicos del cine de horror de la Universal de los años treinta.

Los fabulosos título de crédito ya dan una idea de ese homenaje, sentido y cariñoso, a un cine que estaba en las antípodas de la comedia. Un elegante blanco y negro —decisión formal que fue rechazada por Columbia pero aceptada con los brazos abiertos por la Fox—, y la increíble banda sonora, de John Morris, con ese lamento de violín, que será el leit motiv del film. A continuación un travelling que lleva a una cripta, y dentro de la misma a un ataúd. Allí yace Victor von Frankenstein.

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Una de las cosas que más le gustó al director fue el hecho de que la historia está protagonizada por el nieto del mítico barón, dado que el hijo ya había aparecido en una de las secuelas del film de James Whale. Un nieto que además difiere en el resto de personajes centrales del universo en que no quiere saber nada de los experimentos de su antepasado, y mucho menos que le relacionen con él. De ahí que el chiste con su apellido sea uno de los más efectivos de la cinta.

Un variante del apellido que juguetea de forma prodigiosa con la propia personalidad del personaje central —al que encarna un muy inspirado Gene Wilder, en su mejor papel—, por un lado el científico serio y concienzudo que no cree en resucitar a los muertos, pero que cuando viaja al castillo de su abuelo en Transilvania —enlazando así los universos de Frankesntein y Drácula— y prosigue con sus experimentos, reluce su verdadera personalidad y por ende, su apellido perfectamente pronunciado.

Resulta curioso que el mejor film de Brooks sea precisamente uno de los que no aparece como actor —fue convencido por Wilder—, centrándose así en su libreto y trabajo de dirección. Además deja a sus actores se liberen, en cierto modo, sin llegar jamás a caer en el histrionismo, aunque manejando con tacto la exageración que toda comedia alocada debe tener. Al respecto destacan Gene Wilder, con sus cambios de humor, y unas muy entregadas Cloris Leachman y Madeline Khan, con sus desmanes a su prometido, y su liberación sexual final a manos de la criatura.

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Secundarios gloriosos

Sin embargo, si ‘El jovencito Frankesntein’ es recordada en su faceta actoral, lo es sin duda por lo que se lucen sobre todo Marty Feldman y Gene Hackman, quien no sale acreditado al inicio. El primero por su entrañable y delirante personaje Igor —en algún film clásico interpretado por Bela Lugosi; y aquí supone otro nexo de unión con el príncipe de las tinieblas al dirigirse al barón como “amo”—, y con el que creo se vierten algunos de los mejores gags del film: el cambio de sitio de la joroba, o la rapidez con la que aparece al lado de Frankensten cuando éste le llama a gritos.

Gene Hackman debió disfrutar lo suyo —hasta improvisó alguna frase de diálogo— con uno de los episodios más recordados de la historia de la criatura, aquel en el que se encuentra con un hombre ciego que le acoge en su hogar. La belleza de la metáfora, no es necesario ver para encontrar la bondad, es reventada por el detalle más básico de dicho encuentro, la ceguera del hombre. Esto da lugar al que creo es el instante más desternillante del film, y en el que se va más allá al mostrar a la criatura, hambrienta de cariño, no querer saber nada del hombre.

Peter Boyle compone una excelente criatura, claro homenaje al Boris Karloff de los años treinta, a los que también se hace una total declaración de intenciones usando parte de los mismos decorados que se usaron antaño para el laboratorio. De ese modo el terror más clásico puede dar paso a la carcajada más sana en el mismo lugar en el que nace la criatura. Brooks nunca estuvo tan inspirado como en esta película, al servicio del espectador, para quien fue creado el séptimo arte.

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