'Los señores del acero': carne, sangre y sexo

'Los señores del acero': carne, sangre y sexo
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La reciente publicación en Blogdecine del que en teoría será el tráiler final de la nueva versión cinematográfica de Conan (el más famoso de los muchos personajes creados por la fértil imaginación del malogrado Robert Erwin Howard), deja pocas esperanzas (aunque alguna queda) de que en agosto llegue un buen espectáculo de aventura y de sano salvajismo. Personalmente, y no creo ser el único, viendo esas imágenes me sobreviene un antojo irresistible de ver una buena película de rudas, bestiales y físicas aventuras, muy alejadas de lo que hoy está en boga: un edulcoramiento del cine de aventuras convertido en un videojuego epidérmico para niños (y eso que hay videojuegos que son obras de arte, como la segunda y la tercera parte de ‘Assassins Creed’). Ya hablé en su momento, cuando tuve otro antojo, de la estupenda ‘El guerrero nº 13’ (‘The 13th Warrior’, John McTiernan, 1999) y hoy toca hablar de otra que también te deja satisfecho y te redime a partes iguales, porque es un divertimento magnífico a través de una buena historia de espadachines, guerreros y valientes perdedores.

A menudo pienso que si un director que está empezando quiere inspirarse con una película hecha con verdaderas agallas, ‘Los señores del acero’ (‘Flesh+Blood’, Paul Verhoeven, 1985) es perfecta para eso. Manidas expresiones como descarnada, brutal, cruel, feroz, bárbara, ultraviolenta, escabrosa, adquieren una nueva dimensión cuando se aplican a la película número ocho del cineasta holandés. Verhoeven es uno de los artistas europeos con más huevos de las últimas décadas, capaz de filmar secuencias (en sus mejores películas, las más completas) que otros directores de fuste y prestigio no se atreverían ni en sueños, de plantear dilemas morales y filosóficos no a través de la palabra o el diálogo, sino a través de imágenes muy ásperas y casi ignominiosas, que dejan a gran parte del cine supuestamente duro, violento y oscuro a la altura de una película Disney, y con una fabulosa música de Basil Poledouris, un compositor que ha sabido capturar las esencias más bárbaras gracias a su formidable sensibilidad y poderío sinfónico. Sin ser una película perfecta, ni mucho menos, ‘Los señores del acero’ no defrauda a quien busca acción e intensidad en una pantalla.

Hay quien dice que el cine de acción y aventura no necesita de un buen guión ni de unos buenos actores, que basta con una realización dinámica y una buena atmósfera, buenas escenas de acción, tiros, combates y golpes. Por supuesto, no estoy nada de acuerdo con esta apreciación. Una película de aventuras necesita de un buen guión y de un reparto ajustado tanto como cualquier otra, y ‘Los señores del acero’ es buena prueba de ello. Verhoeven y Gerard Soeteman escribieron un guión muy inteligente con tres personajes memorables, enmarcada en un contexto histórico muy definido y detallado (que no se erige en una exhibición de elementos históricos, sino que sirve más bien como capricho estético), en una trama sencilla pero muy eficaz, que aunque avanza con un par de arritmias se sostiene gracias a la fuerza de los personajes y al brío de Verhoeven en la puesta en escena, que sigue las andanzas de sus criaturas con vehemencia y compasión (sólo los grandes directores son capaces de ello, creo…) y que reincide en algunos de los temas que hasta la fecha había explorado en anteriores títulos, y que en un futuro seguiría explorando con singular lucidez.

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Ni dios ni amo

Martin, un apuesto Rutger Hauer en su última colaboración con su amigo Verhoeven, es uno más de los antihéroes del cineasta, que como el Gerard Reve de ‘El cuarto hombre’ (‘De vierde man’, 1983), el Erik lanshof de ‘Eric, oficial de la reina’ (‘Soldaat van Oranje’, 1977), el Nick Curran de ‘Instinto básico’ (‘Basic Instinct’, 1992), o el Ludwig Müntze de ‘El libro negro’ (‘Zwartboek’, 2006), se construye sobre su virilidad y se destruye por elegir mal sus compañías sexuales. Su sensualidad rivaliza con su violencia y amoralidad, en un mundo que le ha dado la espalda y al que él da la espalda, convencido de que puede sobrevivir según sus propias reglas, después de perder la fe en el hombre, el ejército, Dios y la sociedad. Reconvertido en un mercenario y un ladrón, Martin encarna el cinismo y la depravación que, para Verhoeven, representan la única libertad posible. Viajando, robando y masacrando como líder de su grupo por una devastada Europa occidental (probablemente Italia, aunque nunca se nombra) de 1501, en la que la ignorancia, la superstición, la sed de poder y la depravación hacen sombra al fulgor del Renacimiento.

Pero Rutger Hauer no está solo, pues la gran (y desaprovechada) Jennifer Jason Leigh borda su papel de dama reconvertida en aventurera, capaz de adaptarse con total naturalidad a una nueva vida de pillaje y violencia, al lado de su nuevo amante Martin. La magnífica secuencia en que los compañeros de Martin van a violarla, interrumpidos porque el líder quiere tomarla para sí, y que termina con él violado por ella, no solamente está muy bien filmada, sino que rebosa morbo y degeneración por todos sus poros. Algunos vieron un machismo inherente en la mirada hacia Agnes, pero a mi entender esta secuencia, y el devenir de la relación de Agnes y Martin, demuestra lo contrario: la supremacía mental y amoral de la mujer frente al hombre, rendido a las habilidades sexuales de su compañera, transformado en un ser más primario aún, que teme perder su objeto de deseo frente al rival, interpretado con gran solidez por el también apuesto Tom Burlinson, cuyo Steven es como el reflejo en el espejo de Martin: un individuo cuya ambición y gelidez se oponen a la búsqueda de anarquía y el placer del segundo.

Así que de nuevo tenemos la historia de una mujer dividida entre dos hombres, que les utilizará como mejor le convenga, manejando los tiempos y los deseos de ambos con total maestría, llevándoles siempre a donde ella quiere (impagable la secuencia bajo los dos ahorcados putrefactos…), desembocando todo en una orgía sanguinaria, bestial, cuyo ambiguo final (que por supuesto, no desvelaré) y desesperado tono de derrota, deja al espectador exhausto de tanta furia. Coproducción española/norteamericana, filmada en espléndidos paisajes de Belmonte, Cáceres, Cuenca y Ávila, con estilizada aunque muy realista fotografía de Jan de Bont (sí, el futuro director de ‘Speed: Máxima potencia’ (‘Speed’, 1994) y otras), con un muy ajustado diseño de producción del gran Félix Murcia, que supo aprovechar cada centavo invertido en la película. Pero títulos como este, tan sinceros y sanguinarios, hay pocos, pese a sus desequilibrios. De vez en cuando viene bien recordar que el mundo no es más que una roca asolada por guerras y odios, y que el regocijo de la aventura, la pura supervivencia y la sensualidad, es muchas veces lo único que queda.

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Conclusión y momento favorito

Una película netamente verhoeveniana, con momentos magníficos, y otros algo más pedestres, que sin duda el gran director holandés habría pulido en su añorado y nunca cristalizado proyecto de las Cruzadas. Mi momento favorito, sin duda, la secuencia final. Pocas miradas se han filmado así en los años ochenta. Sin ser ninguna obra maestra, ‘Los señores del acero’ merece, y mucho, verse con deleite casi malsano.

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