'El tercer hombre' de Carol Reed: por qué volver a ver esta obra maestra

'El tercer hombre' de Carol Reed: por qué volver a ver esta obra maestra

16 comentarios Facebook Twitter Flipboard E-mail
'El tercer hombre' de Carol Reed: por qué volver a ver esta obra maestra

Retomamos el especial dedicado a los títulos que los editores de Espinof consideramos como obras maestras con más retraso del esperado pero con muchas ganas por mi parte, ya que ha llegado el momento de hablaros de ‘El tercer hombre’ (‘The Third Man’, Carol Reed, 1949), una de mis películas favoritas y también una de las producciones británicas más prestigiosas de todos los tiempos.

La carrera de Carol Reed estaba pasando por un momento especialmente dulce a nivel artístico cuando tuvo que ponerse manos a la obra con ‘El tercer hombre’, ya que había encadenado dos grandes trabajos como ‘Larga es la noche’ (‘Odd Man Out’, 1947) y ‘El ídolo caído’ (‘The Fallen Idol’, 1948). Esto no impidió que años después surgiera el rumor de que fue Orson Welles quien había dirigido realmente la película, pero esto no fueron más que habladurías apoyadas en coincidencias menores —la presencia de Joseph Cotten en el reparto y algunos temas abordados—. No obstante, el director de la estupenda ‘Fraude’ (‘F for Fake’, 1973) sí aportó uno de los diálogos —aquel comparando los conflictos y los logros de Italia y Suiza— más recordados no ya de la película, sino de la propia historia del cine.

El expresionismo de Carol Reed antes y en El tercer hombre

Las luces y sombras de

Carol Reed ya había colaborado previamente con Graham Greene en ‘El ídolo caído’ y seguramente por ello haya una sincronía casi perfecta entre director y guionista para que el trabajo de ambos se complemente. Obviamente, es Reed quien lo redondea gracias a apostar por una escena muy cercana al expresionismo alemán, tanto en la composición de los planos, con una marcada querencia por alterar la inclinación natural de las imágenes –sería interminable el ir mencionándolos todos, pero quizá sea el aparentemente irrelevante plano desde el punto de vista de un inocente chaval el que delata por completo las intenciones de Reed-, como en el magnífico trabajo de fotografía que demanda de Robert Krasker, donde el ejemplar —y complejísimo— uso de las luces y sombras ayuda a elevar el tono de misterio y suspense que domina la función.

Esa ya mencionada querencia por un marcado contraste entre las luces no sólo funciona a ese nivel, ya que Reed incide en ello para mostrar el particular estado de la ciudad de Viena tras la II Guerra Mundial. Esa inestabilidad y falta de un claro liderazgo —resulta hasta casi cómica la aclaración en el prólogo sobre los integrantes de cada coche de policía— se traduce en unas calles desérticas, casi más propias de una película de terror que de un relato como el que aquí nos ocupa. Esto alcanza su cenit en una secuencia en la que hace acto de presencia un vendedor ambulante de globos, donde se detecta lo que podría ser un homenaje hacia ‘M, el vampiro de Dusseldorf’ (‘M’, Fritz Lang, 1931), donde un personaje muy similar —idéntica profesión y cierto parecido físico— jugaba un papel de vital importancia.

Sí que hubo un detalle que separó de forma irremediable a Reed y Greene, ya que —spoilers en lo que queda de párrafo y el siguiente— el segundo quería imponer el final que acabó utilizando en su novela. En éste, se da a entender que Anna ha perdonado a Holly y comienzan una vida juntos, un error garrafal que, con buen tino, Reed consideraba un pegote optimista que podría destrozar todo lo logrado hasta entonces. Al final se impuso la visión de Reed, dejándonos uno de los desenlaces más memorables de la historia a través de un plano sostenido en el que vemos como Anna ignora la presencia de Holly y sigue caminando. La impecable y singular banda sonora de Anton Karas —la única que compuso y que le sirvió para hacerse un nombre en el mundo de la música— es la guinda perfecta.

No me quiero olvidar tampoco de la célebre persecución final en las cloacas, ya que su ejecución por parte de Reed resulta ejemplar, tanto su ritmo endiablado mostrando el frenesí y las dudas de Lime sobre qué camino tomar para conseguir escapar como en su resolución con Lime falleciendo a manos de su mejor amigo tras hacer un pequeño gesto invitándole a ello. No me cabe duda de que en la actualidad se hubiera mostrado este último punto de forma más gráfica, pero otro de los aciertos de Reed es el rehuir los detalles más macabros —esa visita al hospital repleto de niños afectados por los negocios de Lime donde la cámara se centra en un osito de peluche también hubiese sido muy distinta de rodarse ahora— y que sea el propio espectador quien cree esas imágenes en su cabeza.

Orson Welles y Harry Lime

Pocas veces un personaje que aparece tan poco en pantalla ha marcado tanto una película como el de Harry Lime. La primera hora de metraje se centra en su presunta muerte y en los intentos de su amigo Holly Martins por esclarecer lo que realmente le ha pasado. Es una investigación que avanza de forma fluida, introduciendo únicamente a personajes que realmente aportan algo al relato y al mismo tiempo ayudan a definir al protagonista y elevar el misticismo alrededor de Lime.

Teniendo eso en cuenta, resulta curioso que la principal motivación de Welles para aparecer en la película fuera la jugosa oferta económica, y es que el personaje le gustaba, pero necesitaba dinero para poder completar el rodaje de su ‘Otelo’ (‘The Tragedy of Othello: The Moor of Venice’, 1952), ya que uno de sus productores anunció que estaba en bancarrota poco después de que el rodaje hubiera comenzado. No obstante, Welles se adueña de Lime y ofrece una interpretación antológica, tanto en la memorable escena en la que hace acto de presencia —esa luz que lo ilumina casualmente y su cínica sonrisa la convierten en una de las mejores escenas de presentación de un personaje de la historia del cine— como en su forma de modular la actitud del personaje en los diálogos que comparte con Cotten en la mítica secuencia de la noria.

Eso sí, las ansias de dinero le jugaron una mala pasada, ya que Alexander Korda le ofreció la alternativa de no cobrar nada y a cambio quedarse con un 20% de sus beneficios. Welles optó por lo segundo, una pésima decisión que seguramente provocó que Welles posteriormente no sintiera especial aprecio hacia ‘El tercer hombre’, aunque en su momento no tuviera problemas en sacar tajada volviendo a dar vida al personaje en un show radiofónico titulado ‘The Lives of Harry Lime’ —aquí podéis escucharlo— que funcionaba a modo de precuela de los hechos narrados en la película de Carol Reed.

Otros detalles de ‘El tercer hombre’

Alida Valli y Joseph Cotten en

Es comprensible que al hablar de ‘El tercer hombre’ se haga especial hincapié en la presencia de Orson Welles, pero lo que resulta imperdonable es que muchas veces casi se pase por alto la presencia de Joseph Cotten, actor nunca suficientemente reconocido. Él es el auténtico bastión de la función, ya que ejerce las labores de guía del espectador, ya que toda la información que nosotros conocemos es la que él tiene. Su tenacidad para descubrir lo que realmente le ha pasado a su amigo consigue enganchar al espectador en la historia de suspense y lo clava cuando ha de mostrar su ambivalencia a la hora de colaborar o no con la justicia para atrapar a Lime.

Llama la atención que tampoco Cotten confiaba en exceso en ‘El tercer hombre’, en especial en su propio personaje, ya que no creía que tenía la entidad necesaria. Por fortuna, él subsana cualquier endeblez que Holly Martins —Rollo era su nombre original, pero Cotten exigió cambiarlo— pueda tener y consigue que éste no palidezca en ningún momento ante la grandeza demostrada por Welles. También Trevor Howard cumple a la perfección como el insistente policía que quiere atrapar a Lime, pero el otro personaje que merece especial atención es el de Anna.

La aventura profesional de Alida Valli fuera de su Italia natal fue excepcionalmente breve, aunque sí que tuvo tiempo para volver a trabajar con Cotten en ‘Despacio, forastero’ (‘Walk Softly, Stranger’, Robert Stevenson, 1950) dado el éxito de ‘El tercer hombre’ y la química entre ambos. Su aportación al caso que ahora nos ocupa es esencial para que la película no presente ningún problema reseñable, pues su interpretación a caballo entre la seriedad —sólo una vez se permite el lujo de la risa y acto seguido se revela incapaz de hacerlo dos veces— y la melancolía permite que Anna funcione a varios niveles, tanto con su conato de romance con Martins —la música de Karas apunta en esa dirección— como en su papel de abnegada defensora de Lime. Además, su incontestable belleza aporta ese puntito adicional de capacidad fascinadora —por algo Lime y Martins caen rendidos ante sus encantos— sin necesidad de incidir de forma reiterada en ello.

La noria de

‘El tercer hombre’ no es una película capaz de impresionar a cualquier tipo de espectador en un primer acercamiento posiblemente motivado por su merecida fama, sino una obra maestra en la que prácticamente en cada visionado se pueden encontrar nuevos detalles que refuercen aún más a una película intachable. Bravo.

Obras maestras según Espinof:

Comentarios cerrados
Inicio