'Una serie de catastróficas desdichas', en busca de la infancia perdida

'Una serie de catastróficas desdichas', en busca de la infancia perdida
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Seamos sinceros: nos cuesta mucho considerar el cine (o la literatura, incluso) llamado “para niños” como un cine importante o relevante. Más bien aceptamos, nadie sabe muy bien por qué, que juega en una liga inferior a los grandes dramas “de prestigio” que año tras año llegan a las salas. Ya sabe el lector que lo que voy a decir a continuación es que hay cine infantil (o juvenil) que también llega, año tras año, a las salas y que demuestra que tal diferenciacion estética es una falacia. Es decir, que el gozo de una historia infantil es, en realidad, el gozo de una historia para todas las épocas de la vida (¿o no invocan estos relatos lo que queda de nuestra infancia demolida?) y que su formalización puede (y continuamente logra) competir en su propio estilo con el cine más artístico.

Tal es el caso de ‘Una serie de catastróficas desdichas’, una de las más bellas películas del año 2004, adaptación de tres de las novelas cortas que conforman la larga serie escrita por Lemony Snicket (cuyo nombre real es Daniel Handler), y dirigida con sorprendente clarividencia por Brad Silberling. Un poema visual, una broma hilarante, acerca de la soledad del huérfano y la aventura de adentrarse en un mundo hostil plagado de amenazas, que no respeta a los niños, sino que les toma por principales víctimas. Sobre los familiares cariñosos (una bendición), y los familiares odiosos (una maldición).

A pesar de su gran fidelidad a los libros, esta película es cine puro, tanto en su adaptación como en su puesta en escena. Comienza con una broma: una secuencia de apertura de una supuesta película infantil animada en stop-motion, rápidamente detenida y sustituida por la verdadera película. No hemos entrado a ver una película llena de felicidad, más bien una película oscura, por mucho que se trate de la historia de tres niños. Porque, sobre todo, son tres hermanos huérfanos, que anhelan un regreso a casa, al menos anímico. La excéntrica historia escrita por Lemony Snicket (un supuesto autor/personaje al que puede matarle la comida italiana…) es un itinerario en pos de la infancia perdida.

El diseño y la imagen

El diseño de producción de este largometraje representa, en sí, una obra de arte. Muchos podrían llegar a decir (yo lo he oído) que es una de esas películas con “toque burtoniano”. Lo cierto es que el diseño de producción es obra de Rick Heinrichs, que trabajó con Burton en ‘El planeta de los simios’, ‘Sleepy Hollow’, ‘Pesadilla antes de Navidad’, ‘Batman Returns’, ‘Eduardo Manostiijeras’, ‘Frankenweenie’ y ‘Vincent’, en labores de producción, dirección artística y diseño de producción, y que es por tanto el máximo responsable de ese toque que podríamos rebautizar como ‘heinrichsiano’ (aunque suene mucho peor) y uno de los profesionales más respetados de su disciplina.

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Aquí, cada escenario, cada localización, cada decorado, está tratado con un mimo y una pasión por el detalle realmente notables. Imbuidos en ese espíritu de “realismo mágico gamberro” (término que empieza y acaba con esta película), el filme se regodea en sus ambientes luctuosos y se mofa de cada convención escenográfica, como si quisiera darle la vuelta al género y comenzar de nuevo, pero en estilo guasón. Colores ocres combinados con cálidos para una puesta en escena cuyo aspecto es maravilloso: un cuento de hadas en clave cómica.

Y la fotografía de Emmanuel Lubezki (quizá el más grande operador en activo, responsable de la maravillosa imagen de ‘El nuevo mundo’ e ‘Hijos de los hombres’), es la combinación perfecta con el talento de Heinrichs. Ambos construyen un mundo perfectamente identificable y autónomo. El buen gusto de Lubezki se siente en cada plano, que es una pequeña muestra de perfección en el encuadre y en la iluminación

Soy vuestro querido Conde Olaf

Por supuesto que el rey de la función es un Jim Carrey desatado. En el mismo año que la inolvidable ‘Olvídate de mí’, efectúa un “grandes éxitos”, por así decirlo, de su repertorio de barrabasadas, julandradas, locuras y exageraciones, en su composición del grimoso y abyecto Conde Olaf, un personaje que reúne absolutamente todos los defectos del ser humano en un cuerpo mutante e hiperbólico, un pésimo actor, un asesino, un tunante, un bufón, capaz de cambiar su aspecto a voluntad, de aparecer y desaparecer sin esfuerzo, tan malo que causa más risa que terror.

Este gran guiñol que es Olaf será la némesis de los tres niños. Su objetivo: dinero, la fortuna de la familia de los huérfanos Baudelaire. En contraposición, el objetivo de los huérfanos: conservar un ápice de su infancia. Más expresivo imposible. Carrey, que llevaba diez años triunfando con su estilo, que era la excusa para ver sus películas (muchas de ellas olvidables, salvo por su arrolladora presencia), da un recital de humor grueso y subversivo, se convierte en un verdadero dibujo animado (formando trío genial con los legendarios Jerry Lewis y Christopher Lloyd) y roba cada plano y cada secuencia con su villano, incapaz de fingir en condiciones.

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Hay momentos buenísimos de tensión e ingenio (la secuencia de las vías del tren), de parodia de la fantasía (el largo bloque con Meryl Streep) de ternura indescriptible (ese final redentor, que nos cuenta que el hogar reside donde se encuentre uno mismo) de ironía salvaje (el brillante bloque final de la obra de teatro). Silberling filma todo con humildad y contención admirables, como si estuviéramos inmersos en una obra de teatro (toda ella está filmada en decorados artificiales) que cobre vida y se torne real, como un sueño (o una pesadilla) palpables.

Los tres niños encuentran, o reencuentran un hogar perdido, y mientras disfrutamos con los hallazgos visuales (numerosísimos) y con la extraña verdad y sosiego que respira esta película …y con los títulos de crédito finales.

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