'Camino a la perdición', previsible gran historia americana

'Camino a la perdición', previsible gran historia americana
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“¿Te gustaría disculparte? Prueba de nuevo…”

-John Rooney

No me cansaré de lamentar en ésta página que muchos aficionados al cine no sepan discernir, por lo que parece, un término medio entre una obra maestra (qué manido está ya el concepto, y qué pocos parecen comprenderlo) y una basura, cuando en realidad hay muchos términos medios. En lugar de una pirámide ancha, donde las obras mediocres ocuparían la base, tenemos sólo base (malos filmes) o cúspide (buenísimos filmes). No creo que sea la forma más interesante de analizar y reflexionar sobre las películas que vemos. ‘Camino a la perdición’ no estaría en la base, pero tampoco en la cúspide de esa pirámide. Ocuparía un puesto intermedio.

Muchos claman la genialidad de este largometraje, como uno de los más hermosos de la fecunda tradición del cine negro. Yo no diría tanto, habría que ponerla en su justo lugar. Es sin duda una película de una factura impecable, que se ve más que bien, divierte y crea tensión, pero no puede situarse a la altura de mitos del cine negro como ‘Laura’, ‘Retorno al pasado’ o ‘Perdición’. Ni siquiera de una más reciente como ‘Muerte entre las flores’ (‘Miller’s Crossing’, por favor). Sus indudables virtudes no logran soslayar su predecibilidad y su esquematismo, y sus maravillosos actores (casi todos) no logran trascender una puesta en escena excesivamente aséptica.

Vamos por partes. Antes que nada, advertir que el título original no se traduciría como ‘Camino a la perdición’, sino como ‘Camino a Perdición’, que es el pueblecito de destino de los dos Michael Sullivan. En inglés juegan con el doble sentido del título, pero claro, España no es un país precisamente dado a las sutilezas. Y la perdición a la que alude el título viene originada por una rivalidad entre el hijo de un poderoso mafioso irlandés y el hombre preferido de este. Una tragedia de gran oscuridad a la que precisamente le falta un poco más de eso, de oscuridad, y un guión (basado en la novela gráfica de Max Allan Collins, que tampoco era ninguna maravilla) incapaz de sorprender en ningún momento.

El clan de los irlandeses

Toda la historia es un recuerdo, o un flash-back, del crío protagonista (un buen Tyler Hoechlin, que no ha hecho nada desde entonces) acerca de los acontecimientos que terminaron con la vida de su padre, un temido matón a sueldo cuyo jefe (un alucinante Paul Newman) era casi un padre para él. Es, en realidad, la historia de dos padres y sus hijos, y una bella parábola sobre la eterna dificultad de comunicarse con las personas a las que más nos parecemos y a las que más queremos. Y comienza muy bien, con la fiesta por el funeral de un socio del clan, en la que nos presentarán a todos los personajes y en la que iremos comprendiendo la complicada madeja que mueve a todos ellos hacia un destino sangriento y desolador.

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Imposible no recordar las secuencias iniciales de cualquier parte de ‘El Padrino’, aunque Sam Mendes, que venía de ganar el Oscar con la excelente ‘American Beauty’, sabe desmarcarse de Coppola con habilidad y buen tino. Hay en su puesta en escena humildad y contención, y una cierta melancolía de un mundo irreal que en cualquier momento puede desmoronarse. Ya desde esa secuencia se percibe el fenomenal trabajo de Conrad L. Hall, aunque también algo tendente al preciosismo injustificado, como en ese exageradamente bello plano del cigarrillo humeante.

También se hace evidente que el fuerte de Mendes es, sin duda, la dirección de actores. El más grande de todos ellos, cómo no, un Paul Newman en estado de gracia, que con cerca de 77 años no tenía nada que demostrar a nadie, y que está sencillamente perfecto. Su personaje resulta encantador y artero al mismo tiempo, entrañable y temible, tierno y tenebroso. En comparación, Tom Hanks firma un trabajo muy sólido pero poco creíble. No hay manera de imaginarse a este buen chico americano como un impasible asesino irlandés, aunque su caracterización es meritoria.

A la blandenguería de Hanks se opone un Daniel Craig magnífico, que demuestra lo buen actor que siempre ha sido, con esos ojos azules como agujas que se clavan en su interlocutor. Un bombón de personaje el suyo, como también lo es el personaje de un sorprendente Jude Law (el ogro de este cuento de hadas), que se olvida por una vez de hacerse el divo y se afea para componer a un asesino memorable. Lástima que su personaje sea, simplemente, una excusa argumental para darle más tensión al viaje, y no tenga más presencia, y también es lástima que no exista enfrentamiento final entre ambos “hijos”, sino simplemente una ejecución.

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Pero ya desde que en el funeral se dibuja la futura línea dramática, y esa es la mejor secuencia de la película, nos encontramos con un argumento que podemos anticipar a cada segundo. El espectador sabe, incluso mucho antes que el crío, que va a espiar las actividades de su padre, y que el psicópata de Craig va a tomarlo como excusa, y que Michael Sullivan va a quedarse solo en su cruzada. Todo está contado con precisión, y el terrible asesinato de la mujer de Sullivan (inolvidable Jennifer Jason Leigh) tiene momentos excelentes, como el descubrimiento de los cadáveres por parte del niño, y el tenso reflejo en el espejo del asesino.

Sin embargo, el relato se vuelve renqueante a partir de ese momento, con altibajos clarísimos, y en los que lo más interesante es la relación de los Sullivan, abandonados a su suerte. El intento de Michael Sullivan padre por demostrar a John Rooney que su hijo Connor, además de asesino despiadado, le está engañando con sus cuentas, da lugar a un bloque sin interés, al que le falta vuelo dramático, sólo punteado por la implacable persecución del fotógrafo. Sabe a muy poco. Y la reconciliación entre padre e hijo parece ya otra película. El regreso final de Hanks, con su venganza terrible, también está forzadísimo.

Una de las secuencias más autocomplacientes que se recuerdan, ese tiroteo bajo la lluvia, aunque eso sí, magníficamente ejecutado, con un travelling lateral en cámara lenta, sin apenas cortes, y una sensacional fotografía de Hall. Es el climax de la película, con la posterior muerte del hijo, y ciertamente sabe a poco. Como sabe a muy poco la conclusión, tremendamente previsible, con el fotógrafo de Law esperándole en la casa de la playa. Por supuesto el hijo no dispara, sino que es el padre moribundo el que remata a Law. Así el asesino Sullivan puede morir tranquilo: su hijo no es como él, o por lo menos ha aprendido la lección. Otra gran historia americana, por tanto, en la que los malos son buenos, y todos aprenden una lección, y los malvados son castigados.

Conclusión

Mucho menos arrojada, mucho más académica que ‘American Beauty’, ‘Camino a la perdición’ es una película con un acabado perfecto y varias secuencias estupendas que, sin embargo, no consiguen levantar el conjunto a la excelencia. Mendes dirige con sabiduría, pero sin pasión. Sin riesgo no hay gloria. Muy lejos de la “obra maestra” que tantos admiran.

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