'El Gran Hotel Budapest', cuestión de modales

'El Gran Hotel Budapest', cuestión de modales
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En el país imaginario de Zubrowka, un escritor (Jude Law) oye a Zero Muhammad (F. Murray Abraham) relatar su juventud, cuando fue un botones del Gran Hotel Budapest, que ahora posee. Entonces, siendo un refugiado de guerra (Tony Revolori) encontró en la figura de Monsieur Gustave (Ralph Fiennes) un guía y también algunos de los mejores días de su vida.

La última y mejor película de Wes Anderson desde 'Academia Rushmore' (Rushmore, 1998) supone una gran noticia. Pese a estar rodeado de tediosos vindicadores, que han preferido la hipérbole al razonamiento, el cineasta ha encontrado una historia con la que explorar nuevos territorios e incluso temas. Resulta curioso ver como la Historia ha interesado de manera parecida a Wes Anderson y Quentin Tarantino, creadores, casi siempre, de mundos solipsistas, deliberadamente exentos de experiencia real.

En una entrevista excelente, el cineasta francés Arnaud Desplechin notó los parecidos entre ambos creadores, en principio disímiles por la diferencia entre las superfícies que tratan (mundos amables, de burguesía decadente y huidiza frente a los antihéroes sacados de novelas pulp e insertados en algún olvidado subgénero cinematográfico).

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Pero lo cierto es que los parecidos existen y parece que en su madurez, ambos cineastas han encontrado en las piezas de época un estímulo para sus imaginaciones. 'Malditos Bastardos' (Inglourious Basterds, 2009) es razonablemente inferior a la sofisticadísima 'Django Desencadenado' (Django Unchained, 2012), pero ambas funcionan como experimento progresivamente mejorado, hasta alcanzar un formidable estudio de relación de personajes.

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Curiosamente, lo mismo sucede con 'El Gran Hotel Budapest' (The Grand Budapest Hotel, 2014) frente a 'Moonrise Kingdom' (id, 2012). Esta última era un encantador romance adolescente, relato iniciático situado en los años sesenta y reinterpretado bajo códigos andersonianos, pero apenas parece un bosquejo de esta audaz y atrevida película, una de las más sofisticadas que he visto en mucho tiempo en salas y seguramente la más firme candidata a clásico de la filmografía de su director. En este sentido, coincido más con Sergio Benítez que con la moderada opinión (aunque también positiva) de Lucía Ros.

Ralph Fiennes se desvela como la mejor elección consciente que ha hecho Anderson desde el Gene Hackman de 'Los Tenenbaum: Una família de genios' (The Royal Tenenbaums, 2001), otro actor de amplia experiencia y notoriedad que en manos de Anderson ofreció una versión inédita y dandy de sus registros. A su lado, un estupendo reparto donde el debutante Tony Revolori se ofrece como versión oriental y adorable de la mímica de Buster Keaton y Saoirse Ronan ejerce de inevitable femme andersoniana: ojos mapaches y personalidad audaz.

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Entre las otras estrellas que ofrecen giros cómicos están Willem Dafoe, como un matón de cinco anillos, Edward Norton, de militar de buen corazón, y un divertidísimo Adrien Brody, siendo el vástago resentido de una millonaria.

Como sucede siempre en Anderson, sus colaboradores son parte inestimable y clave de su resultado. En este caso, la fotografía de Robert Yeoman, la deliciosa y elaboradísima banda sonora a cargo de Alexander Desplat y el diseño de objetos de Anne Atkins son parte orgánica de su trabajo.

Se ha hablado, con cierta inutilidad, del (sentido, no me cabe duda) homenaje que rinde la película al escritor Stefan Zweig. No dudo del corazón, sino de la cabeza: Anderson no ha sido un cineasta que busque ambiciones plenamente literarias porque nunca indaga en sus temas, y su cine es, ante todo, una cuestión de formas o, como sucede a muchos de sus personajes, una cuestión de modales. Es una gran noticia: este misterio hitchockiano demuestra que en modales, Anderson puede encontrar pocos discutidores.

Perplejidad y nostalgia

Y en esta cuestión de modales, caben nuevas y bienvenidas influencias. A su repertorio habitual de planos centrales, simétricos, escenografía cuidada y diseño de producción que nos permite visitar los decorados como felices observadores de una casa de muñecas, se suma un sentido del humor digno del más excelso Noel Coward y hasta un epílogo que bien parece hecho en arrabales cercanos al genio cómico (insuperado, naturalmente) de Ernest Lubitsch. Incluso Jeff Goldblum, convertido en un Tornasol cortesía de juego de luces, hace soñar con el Tintín andersoniano como una posibilidad.

Al final de la película termina también la lectura, Anderson, acostumbrado a organizar sus mejores relatos de manera episódica, otro rasgo que comparte con Tarantino, ofrece la más delicada (y sorprendente) elipsis justo cuando llega el horror - en un inocente, nada pretencioso blanco y negro. Es demasiado no solamente para el propio cineasta sino para sus criaturas lidiar con la llegada de la Historia: seguramente, la película sea un viaje a los territorios mentirosos de la memoria, repleta de frutos, a veces sombríos y otras dulces.

Al cierre, la melancolía es total, agradable, aceptada. Como un poco de L'Air de Panache en la cima de montaña

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