'¡Qué bello es vivir!', una obra de arte inmortal

'¡Qué bello es vivir!', una obra de arte inmortal
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“¡Quiero volver a vivir!...¡quiero volver a vivir!...quiero volver a vivir”

-George Bailey (James Stewart)

Como hoy sale a la venta ‘Juan Nadie’ (‘Meet John Doe’, 1941), en una estupenda edición que hace justicia a semejante obra maestra, no me he podido resistir a hacer un repaso, estos últimos días, a la legendaria carrera del director norteamericano, de origen siciliano, Frank Capra (1897-1991), uno de esos directores que hicieron grande el cine americano de los años treinta y cuarenta, cuya formación es prácticamente autodidacta, un verdadero aventurero enamorado de las películas, que seguramente hizo su obra cumbre con ‘¡Qué bello es vivir!’ (‘It’s a Wonderful Life!’, 1946), un título que en su día conoció un relativo fracaso en taquilla, y que todavía hoy está considerada como el perfecto cuento navideño, un clásico “bonito” y “entrañable”, la película perfecta para pasar en televisión a final de año, cuando en realidad es mucho, mucho más: un implacable retrato de un perdedor nato, un relato existencialista estremecedor, una obra de arte.

También es reduccionista aplicar el concepto del “New Deal” de Franklin Delano Roosevelt a las películas que Capra realizó a partir de 1936, empezando con ‘El secreto de vivir’ (‘Mr. Deeds Goes to Washington’) y terminando precisamente con esta película, que significaría el icono de ciertos valores tradicionales norteamericanos, de una cierta moral y de un cierto estilo de vida, cuando en realidad para Capra el retrato del hombre común y honesto de la América Profunda no es más que un punto de partida con el que cristalizar todos los temas que hasta ese momento han constituido su filmografía, formalizados aquí de una forma mucho más elaborada y perfecta, y llegando más allá, construyendo un relato fantasmagórico en su tramo final, lúcida reflexión del desastre de país, desde el crack del 29 hasta la Segunda Guerra Mundial, en que se estaba convirtiendo Estados Unidos, cuyas mejores personas, como el propio protagonista de la historia, se ponen de rodillas ante la desesperación para no levantarse jamás…sino fuera por algunos ángeles guardianes.

Había depositadas bastantes esperanzas comerciales en este proyecto, y cuando no dio demasiado dinero, y la crítica, en su mayoría, la despachó como una película de buenas intenciones pero sin mucho interés, quedó algo olvidada durante algún tiempo. ¿Cómo a iba a imaginar el propio Capra que, bastantes años más tarde, el filme iba a convertirse en todo un icono de la historia del cine, y en una de las películas que más veces, y con más éxito, se pasaban por televisión? Para él era un orgullo lo que le pasó a su criatura, pero llegó a declarar que no la consideraba una historia navideña, simplemente la historia de un hombre que debía creer en sí mismo. Fueron construidos para su rodaje algunos de los más grandes decorados de la época. Todo Bedford Falls es un decorado inmenso, salvo muy pocas escenas en verdaderos exteriores. La nieve, de importancia capital, fue creada artificialmente. Noventa días de fotografía principal que James Stewart recordaba entre los mejores de su vida.

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Los pétalos de Susie

Liberty Films Presents…Frank Capra’s ‘Its a Wonderful Life’. Una serie de rezos y súplicas elevadas al cielo, que también son pensamientos, reflexiones y preocupaciones acerca de un hombre en particular, George Bailey, terminan llegando a Dios, una enorme estrella en el cielo nocturno…que al hablar con Joseph (San José) se ilumina. No se sabe cómo, nos estamos creyendo que es posible representar a Dios en una película. Pero no hay ni rastro de una sensación religiosa de ninguna clase, sólo la representación de un mundo más allá del nuestro, de una verdad espiritual que nada tiene que ver con el catolicismo, o con alguna otra forma de sectarismo. De pronto el cine puede elevar su mirada al universo. Dios manda a un ángel algo atolondrado, llamado Clarence (inolvidable Henry Travers) a echarle una mano a George, pero primero debe ponerle la película de la vida de George, porque ‘¡Qué bello es vivir!” es una película sobre el cine, sobre todo. Y como Clarence todavía no se ha ganado las alas, la imagen del primer episodio de la película está desenfocada, pero con la ayuda de Joseph puede enfocar mejor, e incluso parar la imagen para observar a George detenidamente.

Siendo, por tanto, una película conformada por episodios, al menos hasta que Clarence baja a la Tierra, estos episodios son grandes secuencias o bloques temáticos absolutamente imprescindibles en la historia. Nada sobra y nada falta. Y cada bloque secuencial es el mejor de la película, el más importante. Todos esos eventos son cruciales para conocer a Bailey y para darnos cuenta de lo importante que ha sido su vida para todos los que le rodeaban, por mucho que él ahora quiera suicidarse al no encontrar sentido a su existencia. Esto es el cine: elegir los momentos más valiosos, por una razón u otra, en la vida de los personajes. Así, obtenemos una docena de esféricos bloques dramáticos que se rozan unos con otros en progresión imparable, la materia exprimida por el director de una vida entera, que es la sensación que tenemos los espectadores, la de asistir a una vida completa, sin aristas ni lagunas, sin artificiosidades ni falsedades de ficción, con el hombre común, luchador pero extraviado, como principio y final de la puesta en escena.

George se sacrifica varias veces por su hermano, a quien ama, y se resigna a una vida gris en la empresa ruinosa que heredó de su padre, una empresa que, da la casualidad, es la única que echa un cable a los más desfavorecidos de la sociedad, a los asalariados con más problemas para salir adelante. George es un héroe a su pesar, nunca de forma voluntaria vehemente. Ahí radica la grandeza de este personaje, pues Bailey no tiene madera de mártir sacrificado, al estilo de un Jesucristo terrenal. Si fuera por él, hacía mucho tiempo que se hubiera ido a explorar países exóticos, a conocer a mujeres excitantes que en nada se parecieran a las de su pueblo (a Mary no le gustan los cocos…) y en definitiva a vivir una vida de aventurero sin preocupaciones y sin ataduras. George decide quedarse por su padre, por su hermano y luego por sus vecinos. Su sacrificio es voluntario, ni forzado ni genético ni azaroso. Mientras se queda en ese pueblo mohoso, como él lo llama, ve a sus amigos triunfar en la vida, hacer mucho dinero, vivir en Nueva York o en Europa, y George primero llega a la adultez y luego a la madurez sintiéndose el mayor fracasado del mundo.

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Nadie podía haber interpretado a George Bailey con la fuerza, la verdad y la belleza con la que Jimmy Stewart lo interpreta. Él es, sin duda, Bailey. La naturalidad y la sencillez con la que se hace con el personaje son asombrosas. Secuencias como la siguiente a la que comprende que por fin la empresa se va a hundir, por culpa de su tío Billy (alucinante Thomas Mitchell), con el inmenso cabreo que le provoca la Navidad en un momento tan terrible, sólo son accesibles para actores superdotados. Su némesis, el infame Henry Potter (un sensacional, casi bíblico, Lionel Barrymore), será la oscuridad corporeizada en bancos, en multinacionales voraces, en capitalismo feroz. Frente a él, George se opone con humildad, incapaz de venderse al dinero, pero por ello condenado a una existencia a menudo precaria. Capra narra este descenso a la vida común con un ascetismo y una sencillez de gran calado psicológico y emocional, quizá porque sabe que la vida es más poética y más bella de lo que los retóricos puedan imaginar.

Con un grupo de actores formidable (que no se me olvide nombrar a Gloria Grahame, a Ward Bond, a Donna Reed), con la sentida y sutil música de Dimitri Tiomkin, con un excelente blanco y negro de Joseph F. Biroc y Joseph Walker, Capra (que había estado filmando en la Segunda Guerra Mundial, como su amigo John Ford, quien tanto le admiraba) da lo mejor de sí mismo, que es mucho, en el tramo final, en el que el deseo de Bailey se ve cumplido, y transformado en kafkiana pesadilla. Es uno de los mejores climax de la historia del cine: Bailey comprobando cómo su vida, al igual que la vida de todos, afecta a todas las vidas que rozaron, y siempre de forma positiva, aunque observar a sus seres queridos incapaces de recordarle sea un duro trago para él. Menos mal que el ángel Clarence añade un poco de humor negro, porque es un bloque durísimo, descorazonador. Bailey pide no haber nacido nunca, y deja de nevar, deja de sangrar, nadie le conoció jamás, el pueblo se convirtió en un burdel lleno de tiburones, su mujer es una solterona que se asusta al verle…y los pétalos de la flor de Susie que guardó en su bolsillo ya no existen. Con esta bestial metáfora, como otra dimensión de la realidad, Capra narra la más terrible y luminosa historia jamás contada.

¿La mejor película de todos los tiempos?

Puede haberse visto ‘¡Qué bello es vivir!’ cien veces, que a la ciento uno podemos seguir descubriendo cosas nuevas y hermosas. Esta historia demuestra que todos estamos conectados, que existimos por una buena razón y que la vida, aunque tenga un sentido seguramente oculto e indescifrable, tiene un propósito no individual, sino común y colectivo. Que no estamos solos ni aunque queramos, y que todo sucede por una razón. Cine grandísimo, en definitiva, catártico, humano y de un lirismo sobrecogedor. Aquí todo tiene sentido, desde la cortinilla con la que pasamos a George corriendo al puente para gritar que quiere volver a vivir, hasta la nieve que vuelve a caer. ‘¡Qué bello es vivir!’ es un amigo fiel, un compañero de tristezas, y un milagro.

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