'Un amigo para Frank', la importancia de los recuerdos

'Un amigo para Frank', la importancia de los recuerdos
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Cada año se estrenan multitud de películas que aspiran a convertirse en el crowd pleaser de la temporada. Poco importa realmente el género, ya que la auténtica clave es abordar el tema a tratar con todo el cuidado posible para que sea prácticamente imposible encontrar algo en la obra que pueda molestar u ofender a alguien. Suele ser imprescindible conseguir que el espectador sienta la mayor empatía posible por su protagonista y es obligatorio añadir una capa de reflexión suficientemente ligera para que no haya que matarse pensando para conectar con ella. No tengo nada en contra de este tipo de películas, pero sí que me resulta molesto que en ocasiones se exageren sus virtudes más allá de lo debido.

Un amigo para Frank’ (‘Robot & Frank’, Jake Schreier, 2012) encaja perfectamente dentro de esa larga tradición de películas pensadas para gustar a todo el mundo a costa de no correr ningún riesgo que pudiera convertirlas en grande películas o auténticas tomaduras de pelo. Ya sabía a lo que me enfrentaba cuando decidí ver ‘Un amigo para Frank’, un relato amable, uniforme y extremadamente blandito que depende en buena medida de la interpretación de su protagonista —un estupendo Frank Langella en el caso que nos ocupa— para destacar un poco por encima de la media de este tipo de cintas.

Una amistad inesperada

Los protagonistas de

Frank es un ya jubilado ladrón de bancos que padece una demencia senil que cada vez le cuesta más ocultar, algo que fuerza a su hijo —anodino James Marsden—, con el que no mantiene una relación precisamente modélica, a comprar un robot —la acción se sitúa en un futuro terriblemente cercano— para que le ayude en sus tareas y así no tener que pasarse por su casa cada dos por tres. Eso sí, Frank no está dispuesto a que nadie interfiera en su tranquila vida de ermitaño, por lo que no podría ver con mayor recelo la llegada de su nuevo ayudante.

El detalle de la enfermedad de Frank no es solamente un detalle de guión para introducir al robot en la historia —fácilmente podría haberse cambiado por otra enfermedad más benigna—, ya que es uno de los principales detalles con los que Christopher Ford, autor del libreto y amigo personal de Jake Schreier, busca desesperadamente el cariño del público hacia su protagonista. Así consigue quitar importancia a sus actividades al otro lado de la ley —que no tardarán en reaparecer—, ya que todos podemos ponernos en el lugar de alguien enfadado con la vida que le está tocando vivir, sintiendo compasión por él como consecuencia de ello.

Esta manipulación emocional, necesaria en toda película pero demasiado descarada en el caso que nos ocupa, encuentra su redención a través de la impecable interpretación de Frank Langella, capaz de mostrar infinitos estados de ánimo con ligeros cambios en su expresión facial o en la forma de abordar los tampoco especialmente brillantes diálogos que le toca recitar. El primer gran éxito es la forma en la que esquiva hasta cierto punto los tópicos más manidos en la creación y asentamiento de su relación con el robot —la visita de su hija, interpretada con corrección por Liv Tyler, no podría caer en el uso de más lugares comunes—, pasando de una actitud huraña hasta la plena aceptación de Frank como un amigo con el que puede hablar de cualquier cosa.

La memoria emocional

Imagen de

Los problemas de memoria de Frank son el principal motivo de que comience una relación de amistad con Frank, llegando a dar la sensación de que deja de ser consciente de que él no es más que un robot —una lástima que el antaño prometedor Peter Sarsgaard haya quedado para dar una monótona voz a un máquina—. La memoria del robot acabará convirtiéndose en otro de los ejes vitales de la función, ya que Frank tendrá que enfrentarse a la disyuntiva de si mantenerla tal cual o borrarla sin más, una situación aparentemente inofensiva para la mayoría, pero vital para él teniendo en cuenta la enfermedad que padece.

La enfermedad de Frank no solamente afecta a la relación con su autómata, ya que hay una serie de personajes a su alrededor que lo quieren sin reserva, desconfían de él a las primeras de cambio o sencillamente se han cansado de su particular modo de vida. Es ahí donde la decisión tomada por Schreier de liderar la película de una forma casi imperceptible, confiando en el buen trabajo de los actores y la —discreta— efectividad del guión da sus mayores frutos, ya que todo transmite una sensación de normalidad que permite disfrutar con los saltos de un personaje a otro, todos ellos —con la excepción de Frank— no del todo bien perfilados, y los pequeños detalles que éstos van aportando al protagonista, en especial por una Susan Sarandon que es la única que no palidece ante Langella.

Susan Sarandon y Frank Langella en

No esperéis grandes hallazgos en ninguna de las tramas, ya que esa normalidad a la que aludía también sirve para eliminar todo emoción del nuevo plan de Frank, quedando el atractivo limitado a la innegable química de la que hace gala con su robot y pequeños apuntes cómicos que Langella consigue elevar por encima de su auténtico nivel. Y es que su objetivo en ningún momento es ir más allá de su naturaleza de entretenimiento blanco para conquistar al público —no es casualidad que consiguiese el premio del público en el último Festival de Sitges— sin sobresaltarlo. Un aceptable pasatiempo realzado por el buen hacer de Frank Langella y el acierto de no extender la historia más allá de lo necesario.

Otra crítica en Blogdecine: 'Un amigo para Frank', la humanidad del robot

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