'Una gran mujer (Beanpole)': un maravilloso ejercicio de estilo lastrado por sus excesos

'Una gran mujer (Beanpole)': un maravilloso ejercicio de estilo lastrado por sus excesos

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Beanpole

En contadas ocasiones —por suerte para nuestra salud, no suele ocurrir muy a menudo—, nos encontramos con largometrajes que contienen todos los ingredientes, tanto formales, como técnicos y narrativos, para poder ser considerados como grandes obras, pero con los que, pese a todo, es imposible conectar.

Este tipo de situación, que no hace más que reafirmar lo subjetivo de la experiencia cinematográfica —y, por ende, de la crítica—, se ajusta perfectamente a mi reacción personal hacia 'Una gran mujer (Beanpole)'; una película que, aunque pueda sonar contradictorio, ha logrado fascinarme y transmitirme una gélida sensación de frialdad al mismo tiempo.

Y es que, el segundo largometraje del cineasta ruso Kantemir Balagov deslumbra en su faceta de ejercicio de estilo, transportándonos con visceralidad y con una belleza visual atronadora a la Leningrado de 1945, que continúa sufriendo los estragos de la II Guerra Mundial. Un grandísimo logro que queda enterrado frente a un impostado exceso de intensidad y a un gusto por sí misma que la aproximan a los terrenos del hastío.

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Arte exasperante

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Una vez concluidos los dilatados 130 minutos que conforman el metraje de 'Una gran mujer' no es complicado comprender el origen los elogios vertidos sobre ella a su paso por festivales y entregas de premios internacionales. Alabanzas dirigidas, en parte, a la notable labor de Balagov, premiada en el Festival de Cannes, y que equilibra una puesta en escena y una dirección de actores redondas.

Esta combinación extrae auténtico oro de las interpretaciones del dúo principal, compuesto por las entregadas Viktoria Miroshnichenko y Vasilisa Perelygina, quienes, arrinconadas por una cámara que no teme en permanecer inmóvil motivada por la pausada cadencia del montaje, son el último catalizador de una crudeza que ofrece momentos capaces de revolver el estómago hasta al espectador más curtido.

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Coronando el fantástico apartado artístico de la cinta, la directora de fotografía Ksenia Sereda huye de las paletas de colores mohínas que suelen asociarse a los dramas de posguerra, saturando los verdes, los rojos y los amarillos, y dotando a la imagen de una textura difícil de ver en producciones digitales, que convierte la inmensa mayoría de planos en obras de arte casi pictóricas.

Pero, desgraciadamente, esta burbuja emocional y visual termina explotando después del deterioro provocado por las trampas dramáticas de un libreto que se empeña en reforzar innecesariamente el ya de por sí intenso drama con situaciones reiterativas y grandilocuentes, transformando en una experiencia exasperante lo que, de haber tenido extra de contención, estaría catalogando en este momento de obra maestra.

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